Gabriela Carreño

En abril de este año, Vicente Verdú publicaba en El País, El Personismo, una breve columna que tiene mucho que ver con lo que hemos venido diciendo estos últimos días respecto de las relaciones de los usuarios con las máquinas y cómo inciden estas en las relaciones que mantenemos  los que las utilizamos.

 

Con su habitual estilo brillante y agudo de observador neutralmente postmoderno de la realidad ­—el postmodernismo también ha acabado con la moral y por tanto las cosas no son ni buenas ni malas, simplemente son—, declara poco menos que muerta la realidad personal a la que ha convertido en puro objeto de consumo el consumismo contemporáneo que todo lo devora.

 

Como siempre, retrata con fino y exacto bisturí verbal el dónde estamos: «La imagen ha ganado mucho terreno a la imaginación […] la emoción ha robado prestigio a la reflexión, […] la instantaneidad ha vencido al proceso y el suceso puro a su explicación. De hecho, todos los medios son ya sensacionalistas en una u otra proporción».

 

Y luego dibuja el perfil de las relaciones sociales mantenidas en Internet a las que engloba en el término personismo, una forma de ser contemporánea que ha prescindido  de las personas convirtiéndolas en cosas y que ha provocado el éxito millonario de las redes sociales porque se ajustan como un guante a esa nueva esencia de la nada contemporánea. ¿Cómo es esa hipercomunicación de la red? No «una comunicación a la vieja usanza, en la que se comprometía mucho el yo, sino una comunicación efímera y fragmentaria, cambiante y removible a la manera en que la cultura de consumo ha enseñado a adquirir. […] Ni las cosas duran mucho ni tampoco la comunicación personal. Ni mantenemos mucho tiempo la interrelación con un objeto ni tampoco con los sujetos». Es decir, una comunicación superficial y vacía que poco puede comunicar. Unas formas de interrelación epidérmicas y no comprometidas que supongo son responsables de las enormes dosis de soledad e insatisfacción que caracterizan también el medioambiente simbólico actual.

 

Las personas, las ideologías, las profesiones o las marcas —todo al mismo nivel— ya no son para toda la vida. «Lo que hacemos con las personas, a imagen y semejanza de lo que hacemos con los objetos, es consumir de cada una el sorbo que nos gusta y descartar casi todo lo demás. Y este es el gran principio que instaura la Red».

 

Impresionante.

 

«La red nos enlaza. Nos enlaza pero no nos ata. Y menos para siempre. Degustamos de unos la misma afición al póker, de otros, su inclinación por el gore y de otros más, su sentido del humor. Con ninguno de ellos establecemos una vinculación integral sino anecdótica. No una vinculación universal sino parcelada. Y frágil y temporera».

 

Así es el mundo y no cabe preguntarse si es mejor o peor que en otras épocas. Sería una pregunta «impertinente» ya que a la realidad no hay que interrogarla, por lo visto, para cambiarla. Sólo nos tenemos que limitar a describirla y vivirla con intensidad —intensidad supongo tan superficial e insípida como la que proporciona el consumo—. Las sociedades son «organismos vivos» que cambian sin la intervención de las personas que las forman. Claro que eso tiene su lógica si las personas ya no somos personas, sino simples objetos de consumo, poco más podemos hacer salvo consumirnos — «degustarnos» efímeramente— los unos a los otros.

 

Lo que hemos dicho otras veces: un mundo feliz.

 

¿O no?

 

Referencias

Hemos comentado a Verdú aquí y aquí. Y hemos reseñado también su El Estilo del Mundo