Afirma Vicente Verdú en un artículo de El País [1] que la influencia de las pantallas y de las imágenes, ha producido una mutación cultural por la que el conocimiento y el saber ya no necesitan del esfuerzo, de la concentración y de la capacidad de abstracción, sino simplemente de una especie de placentera inmersión de los sentidos en una superficie de impulsos emocionales y sensoriales compuesta de pantallas, viajes y nexos múltiples. Ya no es necesaria la intensidad ante la oposición de la letra impresa, sino que ahora el conocimiento es una experiencia extensiva. Para Verdú, la cultura contemporánea ha salido del cementerio de los libros y de su letra muerta y se extiende como una plasma repleto de diversidad que enriquece por ósmosis a los niños de hoy haciéndoles —dice— más inteligentes y más sabios.

Añade que la progresiva complejidad de las intrigas de las series, los telefilms y los videojuegos, —olvidándose incomprensiblemente de las montañas de exquisita publicidad que las acompañan— es lo que entrena la mente de esta generación privilegiada que ya no necesita de la sangre para que entre la letra, porque la letra es un atavismo antiguo, medieval y felizmente superado por el progreso de las pantallas de plasma.

Se ha producido una mutación cultural y, para él, la indolencia del alumno y la endémica depresión del profesorado no son sino síntomas de que todavía la escuela está cerrilmente empeñada en enseñar por medio de la aburrida palabra escrita y el árido discurso oral­ ya inútiles ante una generación en la que todo el saber que de verdad importa está en las pantallas y sus metáforas.

Estoy de acuerdo con él en que esa mutación se ha producido. Sin embargo, no soy tan optimista en cuanto a sus resultados, sino que me parece mucho más acertado el diagnóstico que hace Sartori [2] de que el nuevo homo videns creado por la hegemonía de la imagen y educado en la debilidad del pensamiento, es un ser intelectualmente deficiente; hiperestimulado emocionalmente; fácilmente manipulable; desorientado en una marea de información que ni sabe ni puede asimilar; efectivamente superficial e incapaz de penetrar en la realidad porque se le ha privado de la maravillosa y única herramienta eficaz para poder hacerlo: el lenguaje.

Televisión, teléfono móvil, Internet, iPod, videoconsolas…, toda esa fantástica tecnología que podría facilitar enormemente el acceso a la información y a la comunicación, son de hecho un obstáculo de virtualidades que frena enormemente y muy a menudo impide el acceso a la realidad a la gran masa de población juvenil y adulta, salvándose sólo una minoría ilustrada y bien entrenada en el lenguaje, único medio de controlar y utilizar correctamente los medios. Estos no constituyen per se una red de acceso a un nuevo modo de saber, sino un magma indiferenciado de sensaciones diversas, divertidas e insignificantes, es decir, sin significado alguno si no hay un pensamiento racional, verbal y humano que sepa apropiarse de ellas, convirtiéndolas en ideas expresables en palabras. Sin esa intervención de un pensamiento fuerte, no son instrumentos de conocimiento sino productos comerciales de consumo y entretenimiento puro y duro. No aportan crecimiento personal sino que construyen una burbuja de imágenes y sonidos en los que se busca el refugio regresivo a una placentera y redundante placenta materna que el individuo y la colectividad no se resignan a abandonar ante la complejidad de un mundo que no entienden y por lo tanto no controlan. Funcionalmente analfabetos, su debilidad lingüística les dificulta no sólo la comunicación con los demás, sino la comprensión de sí mismos.

Aduce Verdú como prueba de que los niños de hoy son más listos, el dato del crecimiento medio de la inteligencia en estos últimos veinte años y la sorprendente afirmación de que todos los padres lo saben. A Sartori, en cambio, le parece, por un lado, que la inteligencia hoy se licúa convertida en pensamiento débil y por otro, que los padres, aunque como padres ya no son gran cosa, se tendrían que asustar de lo que sucederá a sus hijos (…) enfermos de vacío por el masaje de las pantallas. Al primero se le podría calificar con Eco de integrado. Al segundo, de apocalíptico. Yo, que quieren que les diga, soy padre y, como educador, trabajo con padres y hablo mucho con ellos. Es cierto que en algunos descubres el asombrado deslumbramiento de lo mucho que sus hijos aprenden en la tele y el temor reverencial y admirativo ante el supuesto dominio del ordenador con el que su hijo juega, pero ambos —deslumbramiento y temor— son siempre directamente proporcionales al desconocimiento que el padre tiene de la tecnología y de lo que su hijo hace con ella. En cuanto a la inteligencia, déjenme que les diga que no he notado ese aumento de inteligencia intergeneracional ni en mi experiencia como padre, ni en mis veinticinco años de ejercicio docente.

Y ya metidos en la escuela, creo que su indudable estado de postración se debe no a una resistencia inmovilista a asumir el cambio de modelo metodológico propiciado por Verdú sino, por el contrario, a una rendición al entretenimiento y la diversión desde la que intenta imitar a la televisión para no tener que combatirla, consolidando y ampliando así sus efectos narcóticos. La escuela —dice otra vez Sartoriconsolida al video-niño en lugar de darle una alternativa. Y puede que, a pesar de todo, hoy por hoy, sea la única alternativa ante el acoso omnipresente de las pantallas. En ella, la imagen o es un instrumento de apoyo al lenguaje verbal desde el ejercicio verbal; o es un objeto de deconstrucción crítica que ayude a desmitificarla; o es un aprendizaje de su uso y construcción que ayude a comprenderla. En cualquier caso, la educomunicación en la escuela tiene que tener por objetivo formar usuarios críticos y libres de las nuevas tecnologías. Lo que no puede ser en modo alguno es una sustitución metodológica que convierta la clase en un videoclip sólo porque a los alumnos les motive más el lenguaje de la persuasión publicitaria. Enseñar no es persuadir, imponer a través de las emociones de la imagen. Eso es manipulación no educación. Enseñar es lograr una construcción del conocimiento desde la alegría y el esfuerzo, desde la libertad, el respeto y la capacidad personal. Enseñar es enseñar a pensar. Y pensamos la palabra, la imagen sólo la vemos.

Habrá que recordar al posmoderno y optimista Verdú y a todos los ingenuos que sacralizan las tecnologías con el publicitario espejismo de «nuevas», que, como dice Sartori, «progresar es sólo ir hacia delante, es decir, crecer y que también los tumores progresan y lo que hay que hacer, sin duda, es combatirlos».

Vean televisión, no la consuman o serán consumidos por ella.


[1] Los niños son más listos que nunca, El País-Sociedad, 26-01-2006

[2] Sartori, G., Homo Videns, la sociedad teledirigida, Taurus, Madrid, 1998.