En gran parte del cine contemporáneo se adivina cierto agotamiento en los temas y el espectador experimenta un cierto Dejà vu cada vez más frecuente en escenas, secuencias y diálogos. Desde hace cien años, cada vez con mayor intensidad y desde muy pequeños, todos somos espectadores de cientos, de miles de narraciones visuales. Nos han contado el mundo miles de veces. Nos pasamos el día mirando cómo viven los demás. Los directores de cine, que han nacido ya en esa sociedad de mirones, participan también de ese rasgo social. Son también espectadores. Son, sobre todo, espectadores.

Si uno repasa las apretadas y rocambolescas biografías de los míticos directores que llenaron de historias nuestra adolescencia, se ve con claridad que, como dice Joseba Bonaud, «antes los directores de cine vivían para luego contarlo en sus películas. Ahora nos cuentan lo que les han contado las películas de otros». Antes las películas nos contaban historias de la vida porque sus directores, sobre todo, vivían y luego volcaban lo que habían vivido en su cine; ahora, el director postmoderno nos cuenta historias del cine que se ha pasado la vida viendo. Antes era un cine del recuerdo y de la memoria, ahora es un cine del ojo y de la imagen. Antes el director se esforzaba en buscar maneras de narrar sus recuerdos o sus vivencias, intentaba reproducir la realidad de su propia experiencia en lenguaje cinematográfico. Ahora el cine se cuenta a sí mismo y trata desesperadamente de no copiarse buscando nuevas formas de expresar lo que ha visto ya expresado tantas veces. Antes vivían para contar, ahora cuentan para vivir.

Es verdad que de ese esfuerzo de innovación expresiva sale ganando el lenguaje cinematográfico que no deja de enriquecerse con la creatividad de sus autores. Pero, mientras tanto, la vida fuera de la sala continúa siempre nueva y va produciendo historias que al no vivirse, no pueden ser contadas. Y el cine, aunque no se aleje del hombre, pues se alimenta de un lenguaje simbólico y profundamente humano, puede que sí se aleje de la vida y se desvíe de la realidad hacia una especie de performance o de happening artísticamente introvertido y ensimismado. Se da así la circunstancia de que paradójicamente el cine clásico, alejado de nuestra realidad cercana nos resultaba profundamente cercano y universal, mientras que gran parte del cine contemporáneo a menudo apegado a la actualidad más local lo sentimos tan ajeno y extraño como un experimento.

No quiere esto decir que el artista o el creador tengan necesariamente que experimentar en sí lo que su obra expresa. En absoluto. Pero no estaría de más que, para resucitar su cine, algunos de ellos mirasen menos y vivieran un poco más. De ese modo quizá, el cine imitaría a la vida en vez de que la vida sea la que, cada vez con mayor frecuencia, imite al cine.

Miremos las pantallas, no las consumamos o seremos consumidos por ellas.