
Decía Javier Redondo en El Mundo que la demagogia es ofrecer soluciones simples a problemas complejos. Para eso nada mejor que la televisión, el vídeo y la imagen. El demagogo y el seductor mediático comparten muchos atributos: la falacia, los clichés, los estereotipos, la persuasión, la seducción, la emoción, la farsa -¿recuerdan aquella inolvidable indiscreción del «Necesitamos tensión, Iñaki» ?- son sus herramientas más habituales. Se trata más de aparentar que de gestionar .
La imagen no argumenta, sino que te inunda. Estimula las emociones pero anula la razón y sustituye al argumento. En una sociedad que vive deprisa y cuyos ciudadanos no malgastan su tiempo en preocuparse de verdad por los problemas, funcionan bien la eficacia y brevedad de los anuncios publicitarios. No se necesita el apoyo de los intelectuales: vale con el apoyo de los artistas cuya única cualidad es ser caras conocidas que no son personas, sino personajes.
La videopolítica facilita el trabajo del demagogo porque le permite expresar ideas sin obligarle a definirlas; sin dotarlas de un significado que deba expresarse con palabras. Un gesto, una ceja, un buenas noches y buena suerte es suficiente. La telegenia se impone sobre los atributos clásicos que debe poseer el gobernante –sentido de Estado, competencia y rectitud moral–. Así, resulta aterrador que el mejor videopolítico pueda no ser el mejor gobernante.
Hoy el Parlamento sigue cerrado, pero el videoparlamento televisivo permanece siempre abierto dispuesto a hacer Una pregunta para usted. Sin embargo, no esperemos gran cosa: incluso el discurso verbal queda devaluado en la pantalla sujeto a la brevedad y al ritmo de un formato que no soporta el peso de la idea, sino únicamente la ligereza del eslogan y la sonrisa amplia de la máscara mirando a cámara.
Usen la televisión, no la consuman o serán consumidos por ella.