Recuerdo la longitud extrema del verano cuando las vacaciones escolares eran un océano inabarcable y cada día era un naufragio. Los vencejos y su estruendoso vuelo aprovechando el fresco de las primeras horas, «¡Vete a buscar el pan!», la bicicleta, el parque, los tebeos, la siesta interminable refugio del calor, más calle, los amigos, los indios y vaqueros, las nubes rojas del sol que se ponía intentando apurar los últimos chapuzones de piscina, otra vez los vencejos… La noche, cenar, algo de tele, las ventanas del patio abiertas al rumor del vecindario intentando aspirar el mínimo vestigio de frescor. Y así un día tras otro. Y septiembre que, con la compra de libros, uniformes y zapatos, aún se estiraba con la sensación de que el próximo curso todavía no iba a llegar nunca.
Luego en la adolescencia, el tiempo se dilataba en una ensoñación de incertidumbres y sueños por cumplir. El tiempo era un paréntesis de uno mismo entre cosas que hacer que no importaban nada. Se detenía el día en la premonición de una blusa ligera, en una larga melena o en el nacimiento del cabello en medio de la fragilidad de una nuca. A menudo escapaba por la ventana abierta de la clase, era cálido y denso en las risas del grupo y, sobre todo, quedaba interrumpido para siempre en algún beso. El tiempo no llegaba nunca más allá de uno mismo.
A nosotros, adultos, el tiempo se nos acorta porque nunca tenemos la cabeza en lo que hacemos, sino en su final. Trasteamos continuamente con después, mañana, luego. Estamos como huyendo cobardemente del día, que nos pesa con la gravedad insoportable de la responsabilidad. Estamos siempre al borde del presente sin vivirlo nunca plenamente y siempre a punto de caer en el abismo del futuro en el que tenemos nuestros planes, nuestras hipotecas, nuestros sueños, nuestro proyectos, nuestras obligaciones, nuestros ventas a plazos, nuestro ser lo que no fuimos. Queremos siempre estar en otra parte para no estar en esta. Queremos huir de nosotros mismos y nos decimos unos a otros en el trabajo: «¡Por fin es jueves!», «¡Mañana fin de semana!»… como si mañana pudiéramos escapar de no se sabe qué para aislarnos en el islote del fin de semana que no nos dura ni cinco minutos y aun esos cinco ya estamos pensando en lo que nos espera para el lunes. El tiempo nos devora las entrañas y huimos hacia delante sin saber dónde queremos ir, pensando sin pensar en la muerte que intuimos que debe de estar en algún sitio esperándonos. Nos desvivimos por un poco de tiempo y el que tenemos lo vivimos como si fuera prestado, como si no fuera nuestro.
Por eso , cuando no hay más remedio que enfrentarse al silencio de uno mismo o a la presencia densa del más próximo… ¡Es tan fácil pedir un tiempo muerto y dejarse llevar por ese chorro de vida virtual, esa vida de plástico de las pantallas!
En la vejez, el tiempo, no lo sé. No lo tengo vivido.
Usen las pantallas, no las consuman o serán consumidos por ellas
Yo, a cada día le pido un tiempo muerto para leer tu blog que me da un chorro de vida real
¡Pero cómo me gustan tus post desde el parón de la Navidad! No es éste, espacio para «jaboneos», así lo entiendo yo, pero hoy me salto mi entendimiento para decirte que estoy viendo crecer a un escritor, escritor. La mente despejada, las ideas claras, las imágenes brillantes, la prosa bella y evocadora como si fuera poesía, ¡qué se yo! para mí literatura pura, expresión artística de tus pensamientos, cada vez más bellos, más tuyos.
No nos engañes, últimamente ves menos televisión si es que la ves algo. Tu tiempo muerto está más vivo que nunca desde que te conozco, desde que nos hicimos amigos. ¿Qué poco tiempo nos llevó hacernos amigos, verdad? Quizás unos instantes.
Entre los cincuenta y los sesenta he aprendido ¡por fin! que el tiempo es tuyo sólo si lo das. Porque el tiempo se hace vivo cuando lo regalas, en contra de lo que nos enseñaban de pequeños: «el tiempo es oro, aprovecha tu tiempo» sin explicarnos que el tiempo se aprovecha realmente cuando lo das y que no es oro sino vida.
Dar tu vida, dar tu tiempo.