En el medioambiente simbólico la enfermedad física no existe y la salud mental es una quimera imposible: nadie está loco porque todos lo estamos y nadie está enfermo porque la definición de salud de la OMS establece que estar sano es ser feliz. Y todo ello a pesar de que la tozuda realidad sigue llenando los hospitales, las cárceles y los manicomios. Pero la realidad es una equivocación que hay que corregir con ingeniería social aunque de esa distancia entre realidad virtual y social se derive la Sociedad de la Decepción de Lipovetsky que llena las consultas no de enfermos, sino de visionarios entristecidos porque su cuerpo no responde o porque no le proporciona el nivel de felicidad adecuado.
Debajo de ese concepto de sedación dolorosa se encuentra una de las características más empobrecedoras de la sociedad de masas : la eliminación de la tragedia. En el Matrix mediático, el drama se diluye como los azucarillos en el café que tomamos mientras contemplamos los muertos del telediario. El hombre posmoderno es un espectador de una comedia global en la que el protagonismo siempre se lo llevan los otros y en el que todo se trivializa en espectáculo. La sobreinformación le anestesia. La visibilidad ciega la comprensión y el análisis. La vida de mosca de los sucesos hace que no puedan imprimirse en la memoria anulando la historia en un presente continuado. Como no se vive, sino que se mira cómo viven los demás, tampoco existe la oportunidad de equivocarse. Y, si la equivocación a pesar de todo se produce, la sociedad se apresura a administrarle el sedante del pecado social. Nadie es culpable.
Sin embargo, no es cierto. Cada día estrenamos cuaderno nuevo de hojas blancas y limpias. Lo que escribamos en ellas depende de nosotros. A todos los que nos dicen que la culpa es del Gobierno, de las leyes, de la sociedad, de las costumbres, de los demás… pero nunca nuestra, digámosles que queremos tener derecho a ser culpables. De lo malo, pero también de lo bueno. Queremos tener derecho a ser culpables porque queremos tener derecho a ser libres.
Son los mismos que nos hablan de dificultades insalvables, de ambientes irrespirables, de amenazas que nos paralizan, del miedo que nos reduce a individuos recluidos en celdas aisladas y solitarias iluminadas únicamente por la pantalla del ordenador o de la caja tonta.
No somos individuos. Somos personas. Somos lo que queramos ser. Decisión a decisión, día a día, nos vamos construyendo y, lo que es aún mejor, construimos también poco a poco el mundo contribuyendo con nuestras decisiones a su mejora o a su deterioro. Con nuestras pequeñas victorias ayudamos a ganar batallas mucho más amplias para la vida de los demás. Nuestras derrotas domésticas y privadas hacen que el mundo entero pierda con nosotros.
Rebelémonos. Merece la pena. Vivamos la alegría y el riesgo de saber que nosotros podemos cambiar para cambiar el mundo y no la mentira paralizante de que tenemos que cambiar el mundo para que nos cambie. A lo peor, sólo tendremos que aprender la grandeza de pedir perdón.
Usen las pantallas, pero no las consuman o serán consumidos por ellas
¡que pena no poder operarme de insatisfacción!
Qué satisfacción me da decirte, Amanda, que la insatisfacción no existe. ¿Guay, no? Ya no tienes que operarte.
Al igual que en el spot de Intereconomía. tv, en el que el niño Einstein le va rectificando al profesor sus errores: «el frío, la oscuridad, el mal no existen señor profesor», resulta que la insatisfacción no es más que la falta de satisfacción.
Yo, a veces, también padezco ese sentimiento que no existe. Cuando padezco cosas feas me doy una vuelta por el diccionario de la RAE y suele sonar la flauta: ahí están para ayudarme a entender lo que me pasa, las palabras.
Acabo de visitar «satisfacción» y es sorprendente pero la acepción sexta me ha hecho rectificar mi posición. Como Einstein, como Pepe en la última línea del último párrafo de su post, hay solución, Amanda.