Si en el mundo físico, la temperatura es uno de los datos clave a estudiar para determinar la incidencia del cambio climático, en el mundo simbólico la temperatura es la audiencia. Igual que la meteorología comenzó tarde a disponer de mediciones locales y globales, en el mundo mediático la medición de audiencias es un fenómeno muy reciente y espectacularmente incisivo.

Pero, mientras no está clara la intermediación humana en la temperatura de la tierra, lo que es seguro es que sí es el hombre el que altera con su intervención el medioambiente simbólico. La medición de audiencias no es un instrumento neutral que se limite a dar constancia de un hecho, sino que su existencia provoca un cambio en lo más profundo de la realidad simbólica y social del medio televisivo. La medición de audiencias no da cuenta de una realidad, sino que contribuye a crearla. Digamos que es juez y parte. Mientras la audiencia no era mensurable y por tanto era una realidad desconocida, la producción televisiva se limitaba a crear contenidos para formar, informar y entretener de ahí esa coloración blanca que todos recordamos en la televisión de hace más de 20 años y esos niveles bastante tolerables de contaminación simbólica que producían. De ahí que la mejor parrilla de la historia de la televisión elaborada por el diario EL MUNDO en una encuesta a más de 20 críticos, contenga un 90% de programación previa a la existencia de la medición de audiencias. De ahí que la existencia de la llamada telebasura provenga directamente de esa medición de audiencias.

Desde que es medida, empaquetada y entregada en rating, share, y cuota de pantalla, sobre la mesa de los despachos de los directivos televisivos, la producción audiovisual se transforma en industria contaminante y los telespectadores en producto residual. Los programas no generan audiencias: son las audiencias las que generan los programas. Y la temperatura simbólica no deja de aumentar.

Vean televisión, no la consuman o serán consumidos por ella.