La televisión— ese ambiente, ese ruido que llevamos con nosotros a todas partes— nos acompaña siempre porque no es una cadena determinada, ni un determinado programa.

No es un simple entretenimiento ni una alternativa más de ocio.

Es mucho más que eso: es una parte de nuestras vidas…, y una parte muy grande, cada vez más grande: 3 horas y 45 minutos de media diaria; la mitad de nuestro tiempo de ocio; la principal actividad después del trabajo y del sueño.

Sin embargo, como es sabido, nadie ve la televisión: “yo sólo veo los informativos y los documentales de la 2 para dormir la siesta”,… “un poco en la sobremesa, un poco, por la noch…”, “algún partido de fútbol o una peliculilla de vez en cuando…”, “¿mi hijo? Mi hijo casi no ve la TV”, “¡Tres horas y media al día! ¡Qué barbaridad!”. “!Un poquito de por favor!…¡Pero si no tenemos tiempo!”

Nunca como ahora, la humanidad de los países desarrollados ha conseguido mediante la tecnología tal cantidad de tiempo libre. El ocio es el primer negocio. Las alternativas son infinitas. Sin embargo… no tenemos tiempo… no tenemos tiempo para nada… excepto tres horas y media al día para la televisión.

Y es que no sentimos el acto de ver televisión como una actividad, sino como una costumbre inconscientemente enquistada en nuestra rutina doméstica y diaria. Pasamos, tres horas y media al día ante una televisión invisible que no vemos en un tiempo que no tenemos.

Sabemos que vamos de vez en cuando al teatro o al cine o a un concierto, a un partido…; que solemos practicar este o aquel deporte, que leemos también alguna vez, incluso, a lo mejor, todos los días…; que salimos a cenar con los amigos. Y lo sabemos porque cada vez que hacemos alguna de esas cosas tenemos que tomar la decisión de hacerlo. Nos cuesta dinero. Nos exige desplazarnos, elegir, decidirnos. Estamos vivos.

Cuando vemos televisión, en cambio, no hacemos sino que dejamos de hacer. Mirones inveterados, dejamos de ser actores y nos convertimos en espectadores; dejamos de ser ciudadanos activos y nos convertimos en audiencia pasiva. No dejamos de estar vivos, pero estamos un poco muertos, porque renunciamos al riesgo de vivir para descansar —zombis— en la seguridad de ver como viven los otros.

Tendríamos que dejar que los chicos de CSI analizasen los restos de programación de nuestra alfombra para que Crisom determine quién es nuestro asesino.

Lo malo es que, a lo peor, dictaminan que ha sido sobredosis; o, lo que es aún más grave, a lo mejor concluyen que no ha sido asesinato sino que simplemente se trata de un suicidio.

Por si acaso, ya saben: usen la televisión, no la consuman, o serán consumidos por ella.