Decíamos ayer que el silencio y la oscuridad son dos formas de opresión y censura de la cultura posmoderna. Guitton, en el libro citado,  se pregunta cómo y por qué «en una época en que las ciencias humanas penetran en las zonas inconscientes» y las ciencias positivas buscan iluminarlo todo, crece «el silencio sobre lo que es esencial en nuestras sociedades parlanchinas». Y así es: en este medioambiente simbólico de ruido y fosforescencia, el silencio y la oscuridad crecen al lado del alboroto y las grandes zonas iluminadas.
Sin embargo, en ocasiones, el silencio y las zonas de sombra pueden dar luz a lo que no se ve. En el cine, por ejemplo, lo que oculta la cámara puede mostrarnos más que la imagen explícita. El mal cine nos lo enseña todo impidiéndonos ver más allá de las imágenes. El cine bueno economiza, oculta, sugiere, no desvela del todo; la elipsis nos deja un margen para la inteligencia y la imaginación que completan y recrean lo que no ven.

Del mismo modo, en el medioambiente simbólico, a menudo las claves de su fisonomía cultural no están en lo que la sociedad dice, sino en lo que se calla y oculta. No en lo que grita y repite machaconamente, sino en aquello que silencia y recluye en las tinieblas.

Por eso quizá hoy haya que saber mirar a lo oscuro y escuchar el silencio para poder tener un atisbo de la realidad que el ensordecedor altavoz mediático y la luz de los focos nos impiden ver y escuchar.

La muerte, el aborto, la pobreza, la vejez, la normalidad, la generosidad, la excelencia y, por supuesto, Dios, están fuera de foco y con los micrófonos apagados. La voz de los sin voz. La luz de los que están en la sombra. Esa luz y ese silencio.

Apaguen la pantalla de vez en cuando y asómense al silencio.