Como dice Jean Guitton en un librito extraordinario, el silencio es, en ocasiones, pudor, una defensa necesaria de la intimidad. Otras veces, la impotencia del lenguaje, la paz o la caridad imponen también la necesidad de un silencio que se origina en la delicadeza. Se trata, nos dice, de «ese tan vivo respeto del hombre por el hombre, llamado justamente “respeto humano”».
Sin embargo, hoy, en la algarabía mediática caracterizada precisamente por la falta de respeto impúdica, grosera y utilitarista, el silencio mediático ni es pudor ni es delicadeza. Hoy el silencio y la oscuridad son dos formas de opresión y censura de la cultura posmoderna.
El nombre de las cosas no es un torpe envoltorio accidental. El nombre de las cosas es el cuerpo simbólico que nos permite incorporarlas a nuestro imaginario personal, a nuestra memoria, y así, dominarlas, hacerlas nuestras. De alguna manera, sólo poseemos intelectualmente una realidad cuando la sabemos nombrar. Nombrar la realidad es re-conocerla. Si miramos un conjunto de árboles sin saber el nombre de cada uno de ellos, únicamente veremos un bosque. Sólo se convertirá en hayedo cuando seamos capaces de distinguir y por tanto nombrar las hayas que lo componen.
De ahí que no sólo no exista lo que no sale en la foto, lo que no se ve, sino tampoco lo que no se nombra. No hay instrumento más poderoso de censura y exclusión que la condena al silencio de determinadas palabras. Véase el ejemplo paradigmático del lenguaje de «género» que pretende hacer desaparecer la realidad tozuda de la diferencia biológica entre los sexos en el pensamiento líquido de la cultura actual. Otro ejemplo próximo conceptualmente al anterior, pero más estremecedor si cabe, es el haber logrado evitar la hermosa, densa y significativa palabra «madre» a lo largo de las más de doscientas páginas del documento final de la Conferencia de Pekín de 1995, dedicada paradójica y significativamente a la mujer.
No es banal. Con la desaparición del nombre, se quiere hacer desaparecer también lo nombrado del imaginario colectivo y simbólico. La prohibición y la sustitución, ―el tabú y el eufemismo― son dos herramientas básicas de la ingeniería social y la manipulación medioambiental de largo alcance.
Sumérjanse en la confusión mediática de sonidos e imágenes, pero no los consuman o serán consumidos por ellos.
Tu crees que cambiando los nombres de las cosas cambian nuestros pensamientos? Pero así de tontos somos?
Siendo cierto el empleo de las técnicas de prohibición (tabú) y de sustitución (eufemismo) en los afanes de quienes se ocupan de ingenierizar a occidente, hay muchas otras técnicas que podemos observar también en la utilización de la palabra. Una de ellas es la «apropiación» de términos. Apropiación como hurto (tal vez, robo) de significado. Si a la unión de homosexuales se la llama «matrimonio» y a la pertenencia social ritualizada de un nuevo individuo se le llama «bautismo» cívico, y de ninguna otra manera, es porque así está «programado».
La tan nombrada «ingeniería social» está ya diseñada: consiste en apropiarse del sentimiento humano y trascendente de la existencia de las personas, para que no lleguen a serlo del todo o, al menos, que lo sean lo menos posible. Y es que la Historia nos enseña que el sentimiento religioso es quien ha cohesionado con mayor vigor a las sociedades (fundamentalmente compuestas por seres libres, con moral y conciencia propia, y todas esas cosas tan inconvenientes para el éxito de la «nueva sociedad», la tolerante, etc, etc, …) El enemigo a batir en orimerísima instancia es la religión, singularmente la católica.
La ingeniería social ya ha decidido sus objetivos y diseñado sus estrategias, lo que sufrimos es su mera ejecución.
Claro que importan las palabras. Lacan, desde la psicología, nos dice que la persona no es otra cosa que la palabra. Es la categoría correspondiente, en el plano espiritual, de nuestro «y el Verbo habitó entre nosotros». Es decir: nos hizo.