Como cantaba Vainica Doble, el papel predominante de las mujeres en televisión ha sido el de floreros. Adorno de concursos y shows, mujeres envoltorio publicitario, puro reclamo, puro objeto.

 
Están las azafatas, un clásico del puro adorno inútil, de saludable aspecto o, como decía Huxley en Un Mundo Feliz, «mujeres neumáticas», de altos tacones, largas piernas y busto generoso expuesto también generosamente al telespectador, enmarcando al concursante, sonriendo  seductora o estúpidamente a cámara mientras acarician la carrocería del coche obtenido como premio o transportando un cheque gigantesco para el concursante ganador.
 
Están las mujeres de la publicidad haciendo, según las características del producto y el target del posible consumidor, diferentes variaciones sobre el mismo tema del eterno femenino. La feliz ama de casa sonriente con las virtudes de la merienda o encantada ante el poder desengrasante del limpiador; la sofisticada belleza entre los sedosos efluvios de un perfume; el florero decorativo para expresar el éxito de un hombre igualmente perfumado; las adolescentes andróginas y enajenadas aunque inequívocamente femeninas de los perfumes juveniles; las tiernas púberes que gracias a las virtudes calóricas del desayuno son capaces de soportar el peso de la mochila y las miradas furtivas del primerizo enamorado en el recreo; y, por supuesto, las múltiples mujeres que trabajan arduamente para serlo hoy como se debe arrastrando a la insatisfacción a millones de consumidoras que persiguen la zanahoria imposible de la perfecta juventud y las formas perfectas: las mujeres-antiarrugas del videoshop, las mujeres-melena del champú; las mujeres-boca o las mujeres-ojo de los cosméticos, las mujeres-cadera de los adelgazantes veraniegos…
 
En los telediarios, desde la democracia, con la precursora Rosa María Mateo, habían ido ocupando puestos desplazando la verosimilitud periodística, antes puramente masculina, al lugar de igualdad que le correspondía hasta que llegó la Secxta con su casting sexy de bustos parlantes inequívoca y discriminatoriamente elegidos por su sexo. Si el busto informativo era mayoritariamente masculino, la Secxta reinventó el busto con busto como icono, relegando de nuevo a la mujer a su papel tradicional de gancho visual de un público mayoritariamente masculino.
 
Hay también nombres propios: Julia Otero o Cayetana Guillén Cuervo, inteligentes representantes del feminismo de izquierdas; simplemente Leticia, la periodista devenida en princesa; Sara Carbonero, la novia-modelo del periodismo deportivo…
 
Y también monstruos producidos por la teleficción con los que Goya no hubiera podido soñar: mujeres-máscara, supervivientes de cien operaciones de cirugía estética,  caricaturas salidas del callejón del gato de la telebasura como Belén Esteban; imágenes reflejadas por los espejos deformes de la telerrealidad como la Veneno o Yola Berrocal; perversas transformaciones como la de Mercedes Milá, de periodisa inteligente y agresiva  a cutre azafata friky de la Ratonera del experimento sociológico.
 
A pesar del feminismo rampante -y con su cómplice silencio, por cierto- , nunca había sido tan difícil ser, simplemente, mujer.