Y es que, cada vez más, allí está todo y allí estamos todos, aunque nos parezca mentira. Quiero decir que «sabemos» que estamos todos y está todo, pero no «sentimos» que sea así. Actuamos conociendo que asomarnos a la nube es salir fuera, pero vivimos la seguridad y la certeza del interior del ámbito doméstico y la soledad y privacidad del rincón donde manejamos nuestro ordenador. Nuestra conciencia percibe la virtualidad de la nube como algo no sólo inexplicable, sino, en el fondo, inexistente. Como siempre es más fuerte el corazón que la razón.
Años y años de televisión y de radio nos han acostumbrado a dejar entrar en casa datos, imágenes y sonidos, protegidos siempre por la materialidad del aparato receptor, una frontera que nos permite acceder a realidades de las que no formamos parte y que aparecen y desaparecen con el click del interruptor. El teléfono nos pone en una situación de contacto en tiempo real haciéndonos formar parte activa de la comunicación, pero el interruptor nos mantiene todavía a salvo. La comunicación dura lo que dura. Cuando termina, deja de existir.
Cuando navegamos, en cambio, no sólo estamos allí mientras estamos, sino que cada vez que abrimos nuestro navegador, construimos nuestro perfil e inundamos de huellas y de datos personales una nube que cuando lo cerramos, continúan existiendo sin nosotros a disposición de los demás.
Ya no estamos en casa. Cada vez estamos más gente, más tiempo y más sólidamente construidos fuera de nosotros mismos… en el aire, en la nube. Si no se pueden poner puertas al campo ¿Qué podremos hacer con el vapor de bits de la red?