Al contrario del Manolo García de ayer, Scarlet Johansson, como la mayor parte de los actores cinematográficos, es un claro ejemplo de imagen en la que se desdibuja dónde acaba el personaje y dónde empieza la persona. Los personajes interpretados se apoderan en la mente de los espectadores de toda la persona y esta desaparece totalmente tras ellos. Los hay que no explotan este fenómeno vendiéndose a sí mismos  vendiendo relojes, café, perfume o ni siquiera vendiendo solidaridad a través de Unicef o cualquier otra ONG. Los hay que sí. Y luego se quejan:
«—¿alguna vez se ha sentido enjaulada y con todo el mundo mirándola?

Pues sí. A veces creo que vivo en un zoo. La fama ha hecho que muchas veces mi vida sea como un espectáculo de «freaks». He necesitado adaptarme a esta situación y, aunque todavía no lo he conseguido del todo, estoy segura de que  llegaré a acostumbrarme. La mayoría de las personas no aprecian  el hecho de ser anónimas y, una vez que pierdes ese estado lo anhelas profundamente. Con la popularidad llegas a un nuevo territorio al que hay que adaptarse por fuerza.

¿Le ha merecido la pena sacrificar ese anonimato soñado?

Por supuesto. A pesar de todo, rotundamente sí. Yo me siento increíblemente afortunada de poder trabajar en lo que me gusta. La fama es un bono añadido que se ha convertido en un dolor de trasero, pero conozco muchos actores que no pueden conseguir un trabajo ni para hacer un anuncio y su queja es aún peor. Es difícil encontrar el equilibrio, pero todavía es más ridículo quejarse del éxito.

¿Y cuando ocurren cosas como el robo de sus fotos íntimas?

En ese caso, definitivamente, llega el momento de poner límites. Es una invasión de privacidad grave. Estamos viviendo en una época de obsesión por los famosos que ha llegado a un punto de hervor insoportable. Todos debemos cambiar y ajustarnos a la información que tenemos. Al menos, estoy aprendiendo mucho con todo lo que me ha ocurrido y voy a tomar medidas para que no vuelva a pasar».