Solemos creer que la comunicación de ideas y valores se da, sobre todo, a través del discurso.

Sin embargo, nada más falso: es a través del relato, de la ficción, del entretenimiento desde donde mejor se comunican valores y contravalores.

Cuando alguien habla o escribe, (radio, prensa) nos puede caer mejor o peor, será más o menos convincente, más o menos hábil con las palabras; puede intentar incluso manipularnos con el uso del lenguaje. Pero nos tiene que convencer, es decir: nuestra actitud ante la palabra hace que todo tenga que pasar por el filtro del nuestro pensamiento. Diríamos que la palabra nos sitúa críticamente por su propia naturaleza y la de nuestro cerebro racional.

Ante el relato, el entretenimiento, en cambio, nuestro ánimo se relaja, se dispone a divertirse, a pasar el rato; nuestro sentido crítico se adormece. Los filtros se desdibujan.

Si alguien quiere convencerme, por ejemplo, de que el alcoholismo es bueno, puede hacerlo hablando o escribiendo… o puede hacerlo confeccionando un relato en el que el alcohólico sea un personaje próximo, amable, divertido, humano, entrañable, al que yo admire en una totalidad que incluirá su debilidad con el alcohol.

Por eso el lenguaje de la publicidad, el más extremo en cuanto a su finalidad radical de convencer, no utiliza el discurso, no habla, no nos dice las ventajas, no apela a nuestro raciocinio… sino que relata, muestra, crea situaciones, en las que el producto queda envuelto en una atractiva ficción plástica de valores que impregnarán el producto anunciado para que lo asociemos a ellos y los intentemos comprar al adquirirlo.

Efectivamente, la televisión es sobre todo, entretenimiento, diversión, ficción y así nos disponemos a afrontarla cada día. Nos sentamos relajados a olvidarnos de nuestros problemas en una actitud ideal para la recepción acrítica de ideas. Por eso la televisión es una formidable máquina moldeadora de conductas, creencias y valores.

Vean televisión, no la consuman o serán consumidos por ella.