Ignacio Camacho en el ABC del viernes 4, cita al filósofo Claudio Magrís que ha acuñado la certera etiqueta de «política pop» para referirse a un estilo de gobernar que se define por, fíjense bien, la siguiente lista de características:

  • . atenta dedicación a los detalles
  • · afición por la gestualidad
  • · reiterativa inclinación a los debates superficiales de gran impacto mediático y a las simplezas de fácil consumo masivo.
  • · Propensión a sufrir colapsos ante cualquier situación crítica
  • · Incompetencia para la gestión de los problemas y mala dotación para la reflexión intelectual y los proyectos de cierta hondura.
  • · Aguda intuición para galvanizar a la opinión pública a base de agitar banderas de colorines chillones y mostrar baratijas ideológicas.
  • · Creación de climas artificiales de gran intensidad dramática aparente para envolver su falta de profundidad en esquemáticas categorías simbólicas con las que siempre encuentra un disfraz de convicción.
  • · Falta de objetivos a largo plazo y tendencia a fracasar en cualquier cometido esencial, mientras que se las pinta de maravilla ante cualquier banalidad accesoria.
  • · Gusto por la insustancialidad
  • · Aprovechamiento de cualquier bagatela política con tal de que sirva para montar escenarios de agitación y discordia en los que pueda comparecer disfrazado de salvador o mediador tolerante.

Tanto Camacho como Magrís refieren esta política pop al zapaterismo ―que, desde luego, es un auténtico paradigma­―, sin embargo, me temo que se quedan muy cortos. Ojalá pudiéramos cambiar de política, simplemente cambiando de político. Pero me temo que la política pop es, hoy, la política.

En el medioambiente simbólico, se ha producido una transformación por la que la democracia se ha trasladado a la esfera de la cultura a través de las audiencias y a su vez, las audiencias se han trasvasado al mundo político sustituyendo a los votantes.

La democracia hoy no es el menos malo de los sistemas de convivencia, sino que se ha convertido en un gigantesco reallity show en el que los papeles, como las cartas en una tramposa partida de tahúres, ya están repartidos. En ese reallity, no cabe la preocupación por el bien común, la reflexión, el debate, la profundidad, la práctica de políticas necesarias, pero impopulares… sólo caben –repasen la lista de arriba-: la gestualidad, el impacto mediático, las simplezas de fácil consumo masivo, el debate superficial, la huida de la reflexión, los colorines chillones, las baratijas ideológicas, la simulación, la banalidad, la insustancialidad, la bagatela política y el engaño.

Voten con la cabeza y no con los ojos. Usen las pantallas, no las consuman o serán consumidos por ellas.