Los comentarios a los dos post anteriores, me llevan a un tercero y último.

 No había en mi intención sino reflexionar sobre la superficialidad inducida por el mercado con la que se afrontan en general las nuevas tecnologías. Una superficialidad peligrosa que sólo ve la eficacia, la velocidad y el brillo externo que proporcionan y olvida la fractura y el desequilibrio que introducen en el usuario si no se tiene en cuenta su poder adictivo y cronófago; la facilidad con la que confunden conocimiento con información; comprensión con simple visión; la tendencia a la superficialidad en el surfing que promueven frente a la profundización del análisis; el olvido de la memoria a favor de un presente continuo basado en la insensata sensación de que todo está aquí y ahora… Seguir sería volver a describir al bárbaro preconizado por Baricco al que le hemos dedicado ya mucho tiempo y muchos post.

Pero Pedro, Amanda y José Luis hablan de Educación con mayúsculas.

 Hace años que yo utilizo una receta para medir la calidad educativa de mi propio quehacer en el aula, pero que puede aplicarse a un Colegio o incluso, por qué no a una Ley. Se trata de un artículo de Enrique Monasterio que define para qué sirve un colegio. En él nos dice que la educación debe servir desde cualquier asignatura para saber leer, saber escribir, saber pensar, saber hablar, saber amar, saber rezar y saber contemplar.

Leer, que es sintonizar con el pensamiento del que escribe. Escribir, es decir, la difícil tarea de encontrar el vocablo exacto. Pensar, o sea, manejar la palabra para construir y desentrañar conceptos. Hablar o saber expresar lo que se piensa, comunicarse con los demás. Amar, o el lenguaje sublime de entregarse, desvivirse, con ternura, con pasión y generosidad. Rezar, que es hablar con Dios. Y, por último, contemplar que no es sino el difícil lenguaje del silencio.

La escuela, como se ve, es sobre todo, adquisición y dominio del lenguaje. De la palabra como vehículo de comunicación exclusivamente humana cuya posesión nos hace crecer en lo que somos. De nuevo la palabra.

Y la palabra, efectivamente, exige esfuerzo, tensión. Y exige también la invitación personal del maestro, su mirada y sus gestos, su voz, su ejemplo, su autoridad, su magisterio, su entrega; el amor por su asignatura, la fe en su trabajo, la esperanza siempre renovada de que sus alumnos pueden seguir creciendo y, por supuesto, la destreza en el uso de cualquier tecnología que actualice su trabajo cotidiano y el aprendizaje de sus alumnos.

Por eso, el profesor que piense que un ordenador puede sustituirlo, merece convertirse en herramienta y ser efectivamente sustituido por un ordenador.

Usen las pantallas, no las consuman o serán consumidos por ellas.