“Un automovilista escucha en la radio del coche el aviso de que un conductor enloquecido circula en sentido contrario y piensa para sí «¿Cómo uno? ¡Van todos en contradirección!»”
Perder nuestra capacidad de escándalo hasta avergonzarnos de estar escandalizados: a eso lo llamamos normalidad. Y nos reintegramos al carril en el que van todos aunque todos estén equivocados.
Siempre ha sido necesaria la rebeldía frente a la dictadura del pensamiento único. Quizá hoy más que nunca porque los medios homogeneízan más que nunca el pensamiento social. Quizá hoy más que nunca porque estamos en la edad del conformismo de la banalidad consumista en la que naufragan los misterios de la muerte y la vida. Trivialidad frívola en la que el consumo consume lo mejor de nosotros mismos. Nos movemos sumergidos en una virtualidad falsa y superficial ―Matrix otra vez― en la que, como ciegos, creemos ver. Una superficialidad que nos impide penetrar en los ideales de verdad, bondad y belleza que llenan plenamente al hombre de verticalidad y de hondura para ser verdaderamente humano.
En la escuela, en lugar de vencer y tirar para arriba y salvar a nuestros alumnos, nos dejamos contagiar por los mismos virus ―la «mutación» de Baricco― que producen en nosotros su misma debilidad. Su fracaso es nuestro fracaso.
No es sólo la presión del sistema educativo basado en la obligación de conseguir la igualdad obligando a todos a ser igual de mediocres, es una rendición frente a la opinión pública fabricada por la opinión publicada y enraizada en los principios de insipidez, trivialidad, chabacanería, ramplonería y simpleza; la muerte de la excelencia basada en las capacidades, en el esfuerzo, en los resultados; lujo y sofisticación alrededor de la periferia del cuerpo: gastronomía, enología, tecnología, mobiliario, moda, coches, cosas, consumo… Y nos dejamos llevar.
Es confortable sentir la seguridad de ser normales en vez de conducir en la autopista del medioambiente simbólico esquivando los coches en contra.
Vean televisión, no la consuman o serán consumidos por ella.
«Es confortable …» y amargo. ¿Hay algo más amargo que «perderse» a sí mismo y no atreverse a buscarse?
No es la voluntad la que queda enferma ajustando nuestro «sentido» de circulación al de los demás, al del consumo, sino nuestra inteligencia la queda herida de muerte.
José Luis Rodríguez Rigual
«sino nuestra inteligencia la que queda herida de muerte.»