Que en todos los cuartos de los chavales púberes y prepúberes hay pantallas que sobran es una realidad.  Que en la mayoría de sus bolsillos se esconde un modelo de móvil que va cambiando de generación a medida que la criatura va cumpliendo años, es sabido. Que la videoconsola o la Play forma parte de su bagaje doméstico-cultural nadie lo niega. Que  todos consumen más horas de televisión de las que debieran, lo dicen las encuestas. Y que dentro de nada quien más quien menos tendrá su iPhone, su Blackberry con conexión a Internet o su portátil, tableta o iPad  es una predicción fácil de hacer. Pero ¿por qué?
Algo me barruntaba, pero no estaba seguro. Tras la lectura de esta columna de Pedro Simón en el YODONA, que no tiene desperdicio esta semana, creo que estoy más cerca de la verdad.

«A los cinco años, Critobalito nos pidió ir a Eurodisney y le dijimos que bueno, que vale, porque todos sus amigos de la urbanización se habían retratado con Pluto y nuestro hijo no. Fuimos, se hizo las fotos y se las enseñó a la niña del 5ºC. Ea… Nos quitamos un peso de encima.

A los ocho años nos pidió una videoconsola y se la compramos porque en clase era el único que no la tenía. Los veías a todos en el recreo matando marcianos y al nuestro allí, apartado con el gafotas y el gordo. Cuando ese día nos íbamos Luisa me agarró la mano entre lágrimas: “Es que el niño va a ser el raro”. A la mañana siguiente, le compramos la Super-Force-Turbo. Ahora juego yo solo. Pero no me importa.

El teléfono móvil cayó cuando tenía 10 años y a raíz de que el chico tratara de ahogarse metiendo la cabeza en la bañera como forma de protesta. Gritaba que no podía comunicarse si no tenía acceso a internet. Así que ya puestos, decidimos comprarle el mejor aparato, no fuera a ser que se traumatizara y acabara como un delincuente juvenil. Para asegurarnos de su felicidad le compramos también una tableta digital, un perro chow-chow y una Play Station con cristales Swarowsky.

A los 11, angelito incauto, lo que veía en el colegio o  por la tele, a ver. Que si unas zapatillas Nike. Que si un polo Ralph Lauren. Que si una cazadora Burberry… El día en que nos dijo que los padres de sus compañeros eran más jóvenes que nosotros, nos faltó tiempo a Luisa y a mí. Por la noche nos teñimos las canas.

Tenía 12 cuando lo mandamos a esquiar a Sierra Nevada para que no fuera menos que el resto. Cuando llegó a los 13 se le emperejiló una profesora de oboe y le aplaudimos el gusto. A los 14 años dijo que se nos asfixiaba y tiramos dos tabiques de casa, hicimos reforma y le quedó una habitación espaciosa, de 68’20 metros cuadrados. Estábamos apretados mi mujer y yo, es cierto, pero no cabíamos de contentos.

La pasada semana Cristobalito cumplió 15. El chico llegó encabronado, pego un portazo y le dijo a su madre: “Muérete”. Obedecimos. Entre estertores de moribunda, con sus manos entre las mías, Luisa me hizo prometer que miraría lo de la moto.»

Y es que esto de las nuevas tecnologías, ya ven, es una cuestión de no cerrarse, de no quedarse atrás, de tener una visión abierta y  fundamentalmente pedagógica y 2.0.

¿Qué no se puede poner puertas al campo? Ya lo creo: basta con la heroicidad educativa de decir no.