El espejo en el que Isabelle Dinoire se miraba se quebró en mil pedazos cuando su perro le destrozó la cara. Perdió su imagen y, al no reconocerse, se perdió a sí misma. Ahora, tras una operación de trasplante de cara, está intentando reencontrarse en la imagen de su donante.  Y lo vive como una sensación de pérdida de identidad. Y de búsqueda de identidad.  Ella sigue siendo las fotos que lleva siempre en el bolso para recordarse. Y, sin embargo, inevitablemente, como a la persona que queda ciega y al cabo de los años se le desdibujan los rostros de sus seres queridos y el suyo propio, Isabelle acabará olvidándose de sí misma. «Sin rostro no había vida posible», dice para justificar su operación. «Lo primero que siento de los demás es la mirada. Una mirada que me pesa». Le costó aceptar ese cuerpo extraño de otra como suyo. Poco a poco le va haciendo un sitio a su donante en su nuevo rostro y en su nueva vida. «Somos dos y formamos una», cuenta en la entrevista. «Pero sigo teniendo mi DNI con mi rostro de antes. No me decido a cambiarlo.[…] ¿quién puede hacerme creer que ya no existo? Por eso me agarro a las viejas fotos. Es el único testimonio de lo que fui. He pedido a mis familiares todas las fotos que tuvieran y siempre llevo algunas en el bolso. Si algún día las perdiera me volvería loca».

Es obvio que la potencia de la pérdida hace temblar a Isabelle desde y dentro de una experiencia traumática que le impide desinteresarse de sí misma.

Sin embargo, el primer plano más próximo, el nuestro, es el más invisible y el que menos miramos. Mirarnos a nosotros mismos no nos interesa. Incluso los que, presumidos, se buscan a menudo en el espejo, no encuentran en él sino el reflejo de la mirada de los demás. Pocas veces vemos nuestro rostro o nos acordamos de él. Y, cuando lo hacemos, el espejo no nos habla de nosotros mismos. El espejo nos devuelve un extraño. Como cuando oímos nuestra voz grabada, sentimos que el rostro que llevamos dentro no coincide con la imagen que el espejo nos devuelve. Es un rostro que no nos dice nada.  Son más bien las miradas de los otros las que nos recuerdan que tenemos un rostro. Somos, en buena medida, lo que los demás nos dicen de nosotros. Somos porque hay otros.

Además, el tiempo  nos cambia. De hecho no somos un rostro, sino muchos. Y hemos construido nuestra identidad con todos ellos o a pesar de todos ellos.

No, nuestra identidad no está en el rostro. Si queremos mirarnos a nosotros mismos tendremos que ir más allá de la cara y del cristal a un interior a salvo de cualquier mirada, aunque sea la nuestra. Si queremos vernos a nosotros mismos no lo vamos a hacer en el espejo ni en las pantallas, ni aun dentro de nosotros. Sólo lo haremos en el cristal esférico de la mirada ajena.