No hay nada más sencillo que mirar. Sólo hay que abrir los ojos. Sin embargo, en esta sociedad ferozmente consumista, hasta el acto de ver ha dejado de ser sencillo y gratuito. Se ha visto en la mirada un enorme potencial productivo: por un lado, los hay dispuestos a pagar al que consiga convocar las miradas para que vean lo que el que paga  quiere mostrar y, por otro, se ha visto que la acumulación de millones de miradas proporciona automáticamente un valor añadido a lo mirado.  En ambos casos, se trata de un asunto cuantitativo ―la suma de muchas miradas― y nada tiene que ver la calidad de la mirada individual ni la calidad de lo mirado. Es una cuestión de consumo y por lo tanto un asunto de medios de comunicación de masas.

Las cadenas de televisión son empresas. Estas empresas producen programas con el único objeto de que los vea cuanta más gente mejor. Las televisiones son  máquinas de capturar miradas. Los programas diríamos que son la materia prima con la que trabajan. Pero las televisiones no venden programas, venden tiempo y miradas, los nuestros. ¿Para quién? Para  los anunciantes. Los programas son sólo el envoltorio de los anuncios que es lo que en realidad acabamos consumiendo y por lo que las televisiones cobran. No consumimos programas, sino publicidad, marcas, logotipos impregnados en valores que interiorizamos hasta hacerlos formar parte de nuestro universo personal.
Pero hay otra manera más peculiar y paradójica aún de hacer productiva la mirada masiva: la fama. Antes la fama era producto de un proceso laborioso por parte de una persona que hacía algo de valor que merecía un reconocimiento social. «Una cosa es la fama y otra el prestigio. La fama es que te paren por la calle, te reconozcan  y te pidan un autógrafo […] El prestigio es haber alcanzado una coherencia de vida personal y/o profesional sólida, consistente, que no tiene la resonancia social de la fama, pero que a la larga puede servir de modelo de identidad», dice Enrique Rojas.
Hoy sólo es necesario que millones de ojos congregados ante la pantalla te miren y te reconozcan y, a partir de ese momento, ya puedes empezar a pensar en rentabilizar ese reconocimiento: como muchos te miran, eres famoso; como eres famoso, muchos quieren mirarte. Los que con su mirada te hicieron famoso, ahora estarían dispuestos a pagar por mirarte otra vez, no sólo en la pantalla, sino en una camiseta, en la portada de un libro, en una chocolatina…
Mirar es gratis, pero nuestra mirada vale mucho dinero.  Nuestra mirada es dinero. Cuando miramos la televisión estamos en realidad trabajando. A unos les damos nuestro tiempo y nuestra mirada. A otros les creamos con el trabajo de nuestra mirada colectiva e incluso acabamos pagando por su fama. Somos consumidores, pero también productos, mercancías. Somos consumidores consumidos y, a veces, algo estúpidos.
Vean televisión, no la consuman o serán consumidos por ella.