Hemos hablado de mirar a los actores y a sus personajes, pero hoy miramos también a actores  que no lo son y cuyo personaje consiste en hacer de sí mismos. Si la pantalla hace que el actor, cristalizado en imagen, se convierta en un personaje que se funde con el que interpreta, aquí tenemos a una persona que no es actor, que no tiene que someterse a ningún guión y, que sin embargo, se presta a introducirse en un  juego de cotidianidad de ficción que consiste básicamente en interpretarse a sí mismo y dejarse mirar.
Jorge Berrocal estuvo en Gran Hermano  y ha vuelto a repetir 10 años después: «Antes, fui un tonto. Ahora, me he sentido más libre, he estado competitivo. He sido yo y lo he pasado genial». Es decir, hace diez años, interpretó equivocadamente su forma de ser él. En esta ocasión, se ha interpretado mejor. ¿Ha sido más él mismo o ha tenido mayor control sobre el personaje que deseaba mostrar a los demás?
Como al actor, la pantalla convierte a su persona en personaje. Tanto en uno como en otro caso, la parafernalia cinematográfica o televisiva, inventa una realidad guionizada, decorada, travestida,  producto de un casting previo, unas reglas dadas, una iluminación, una situación de las cámaras. En ambos casos no hay azar, es ficción. Pero mientras en el caso del cine sabemos que miente y nos dejamos seducir por la ilusión de la mentira, en el reallity se miente doblemente  porque se nos propone que creamos que estamos ante la ilusión de la verdad.
Es una vuelta de tuerca más en ese juego de espejos en el que vemos la misma imagen infinitamente reflejada. En la mentira de la imagen del actor y su personaje, nuestra mirada crea el mito de la estrella. En la impostura del desconocido interpretándose a sí mismo apenas si crea la ilusión de una fama ahora ya efímera. «Hace diez años, GH era un fenómeno […]. Esta vez, salí un martes por la noche y, un día y medio después, estaba otra vez en mi local de Ponferrada, cerrando y limpiando los baños».  Hace diez años la novedad y el escándalo hacían de los concursantes carne de plató que rodaban de cadena en cadena y acababan profesionalizando su popularidad o terminaban como juguetes rotos. «De repente, cuando ya no sales en televisión, te tienes que reubicar. Te preguntas: ‘¿Quién soy yo? ¿Qué hago? ¿Dónde voy?―reconocía Ania Iglesias  de Gran Hermano I― ¿Vuelves a ser la chica de antes, una modelo ya con 29 años o la famosa de turno? Es un momento terrible». «Cuando se me acabó el contrato con Crónicas Marcianas no sabía qué hacer ―decía Íñigo González también de GH I―. Además te vuelves tan egocéntrico que dejas de lado a tu familia».
Mientras la televisión se vuelve cerradura y agujero en la pared, el espectador se convierte en un mirón y su mirada se enfanga en la obsesión de un fisgoneo que ni siquiera tiene el morbo de mirar lo que hacen los demás sin que estos lo sepan. Porque en los reallities, si algo es verdad, es que sabemos que ellos saben que los miran; que entre nuestra mirada y su ‘espontaneidad’, hay decenas de cámaras tras el cristal. El cristal de nuestra televisión y el cristal de las paredes de esas falsas viviendas en las que se desarrollan inexistentes vidas cotidianas.