El escritor inglés Simon Sinek describe en una entrevista en la plataforma web Inside Quest, lo que a su juicio caracteriza a la generación etiquetada como “Millennials”, es decir, los nacidos ya en medio de la marea digital entre 1984 y 1995. Una generación marcada por el retraso en la entrada en la edad adulta, la insatisfacción laboral y vital, el desconcierto y la inmadurez, que les ha hecho merecer también el calificativo de “Generación Peter Pan”.

La entrevista de Inside Quest es muy interesante para nosotros por dos motivos. Por un lado, se trata de un modelo de entrevista televisiva que se aparta completamente de la televisión al centrar toda su atención en la palabra más que en la imagen, en el primer plano y plano medio del que tiene algo que decir, en la destrucción del concepto del entrevistador estrella y en la pulverización del tiempo limitado para permitir la expresión larga y completa de ideas. Por otro lado, en la descripción de Sinek, sintética, expresiva, accesible, simpática, divulgativa,… pero muy certera, hay un apartado amplio e interesantísimo dedicado a la influencia de la tecnología en las relaciones humanas y en la conformación del carácter de toda esa generación y que es lo mejor que hemos oído –y decimos oído y no visto (ya saben: la palabra)- hace tiempo.

Aquí tenéis el vídeo y más abajo, la transcripción libre y casi completa por si alguien le apetece leer más despacio y meditadamente su contenido.

Tras fijar cronológicamente a la generación que describe y definirla como una generación frustrada, narcisista y fundada más en los derechos que en las obligaciones, Sinek descarga de toda culpa a los que la forman y se lanza a explicar las causas de que se haya producido en los Millennials tanta acumulación de errores. A su juicio, lo que ha fallado en su gestación se puede dividir en cuatro campos: la educación recibida, su relación con la tecnología, la impaciencia vital en la que han vivido –también muy relacionado con el ambiente tecnológico-  y el contexto laboral en el que les ha tocado insertarse.

“En primer lugar, su educación: les dijeron continuamente que eran especiales. Les dijeron que tendrían todo lo que quisieran solo con quererlo. Algunos recibieron determinadas notas escolares,  solo porque sus padres se quejaron, no porque los merecieran; medallas solo por participar, no por ganar; les dieron una medalla por llegar los últimos. 

El objetivo era no dañar su autoestima, pero se consiguió todo lo contrario ya que, una vez devaluado el valor de la medalla o de la nota, hace  que el que las recibe injustamente no solo no las valore sino que se siente peor porque sabe que no las merece. Y en cuanto se gradúan y se incorporan a la vida real comprenden que no son en absoluto especiales, que su madre no puede conseguirles un ascenso yendo a protestar, que no consiguen nada cuando llegan los últimos y finalmente que no se alcanza algo solo por desearlo. De ese modo la autoestima falsa se derrumba y tienes toda una generación con menos autoestima que las anteriores… Y no es culpa suya.

En segundo lugar su relación con la tecnología: crecieron en el mundo de Instagram y de Facebook en el que es muy fácil poner filtro a las cosas. Son expertos maquilladores diciéndole a la gente que la vida es maravillosa incluso cuando la realidad es que estás profundamente insatisfecho o deprimido. Todos aparentan saberlo todo, aunque en realidad, hay muy poca fortaleza real en ellos y pocos saben realmente todo. Pero se han acostumbrado a aparentar.

Además, se sabe que la interacción con las redes sociales y nuestros móviles libera en nuestro cerebro la hormona Dopamina cada vez que recibimos un mensaje. Es una pequeña recompensa. Si nos sentimos un poco deprimidos, enviamos diez mensajes a diez amigos distintos diciendo “hola”, “hola”, “hola”, “hola”, “hola”…  y nos sentimos bien cuando recibimos las diez respuestas. No estamos solos. Por eso volvemos una y otra vez a ver qué está pasando. “Mi perfil de Instagram está recibiendo pocas visitas. ¿hice algo mal? ¿ya no les gusto?”. La presión provocada por el miedo a ser eliminado como “amigo”, no ser tenido en cuenta, es enorme. Sabes que si consigues mantenerte te sientes bien. Nos gusta y volvemos a hacerlo.

La Dopamina nos hace sentir bien del mismo modo que en cualquier otra adicción en la que actúa: fumar, beber, apostar… Es altamente adictiva. Por eso, tenemos restricciones de edad para beber, fumar y apostar, pero ninguna para las redes sociales y los móviles. Es como abrir la licorera y decirles a los adolescentes. “Mira aquí si esa adolescencia te pone triste”. De ese modo tenemos a una generación entera que tiene acceso a un adictivo y adormecedor químico llamado Dopamina a través del móvil y las redes en medio del alto estrés provocado por la adolescencia.

Casi todos los alcohólicos descubren el alcohol en la adolescencia. Cuando somos pequeños la única aprobación que necesitamos es la de nuestros padres, pero en la adolescencia necesitamos la aprobación de nuestros iguales. Es un momento altamente estresante y ansioso de nuestras vidas en las que dependemos tanto del grupo de amigos. Algunos encuentran en el alcohol y las drogas –en la dopamina que generan- una ayuda para sobrellevar el estrés adolescente. Eso queda grabado en su cerebro y cuando tengan alguna ansiedad vital importante no acudirán a una persona, sino a una botella.

Permitir el acceso ilimitado a estos aparatos y a las redes sociales productores de dopamina es abocarlos a un comportamiento programado. Cuando crecen muchos chicos no saben establecer relaciones profundas ni significativas. Admiten que muchas de sus relaciones son superficiales. Admiten que no cuentan con sus amigos, sino que solo se divierten con ellos y que les cambiarían por otros si aparece un plan mejor. Las relaciones profundas no están ahí porque nunca practicaron las habilidades necesarias y lo que es peor, no han adquirido los mecanismos para lidiar con el estrés que estas relaciones generan. Cuando atraviesan por situaciones difíciles, no acuden a una persona, sino a una máquina; acuden a las redes sociales que les ofrecen un cierto alivio temporal.

Sabemos con certeza científica que la gente que pasa más tiempo en Facebook sufre índices más altos de depresión que los que están menos tiempo. Es una cuestión de equilibrio: el alcohol no es malo, mucho alcohol es malo; apostar es divertido, apostar mucho es peligroso; no hay nada malo en los móviles ni en las redes. Es el exceso.

Si estás cenando con tus amigos y mandas mensajes a alguien que no está presente, ahí hay un problema. Es una adicción. Si estás en una reunión con gente a la supuestamente deberías estar escuchando y con la que deberías interactuar y pones el teléfono sobre la mesa –da igual bocabajo o bocarriba–, estás mandando un mensaje inconsciente a todos: «En estos momentos, no sois tan importantes para mí». Y el hecho de que no puedas alejarte de tu móvil es porque eres un adicto. Si te levantas por la mañana y miras tu móvil antes de decir “buenos días” a tu novia, a tu novio o a tu esposa o esposo, tienes una adicción. Y como toda adicción, con el tiempo destruirá relaciones, te costará dinero, tiempo y angustia.

Una generación con baja autoestima, sin mecanismos para afrontar el estrés y adicta a la tecnología.

Ahora, añade, en tercer lugar, la sensación de impaciencia. De algún modo provocada también por la tecnología. Crecieron en un mundo de recompensa instantánea. ¿Quieres comprar algo? Ves a Amazon y llega al día siguiente. ¿Quieres una peli? Accede y mírala. ¿Quieres una serie de televisión? ¡Bang! Ni siquiera tienes que esperar una semana. Conozco gente que incluso se salta episodios para poder ver el final de la serie… Recompensa inmediata. ¿Quieres salir con alguien? No tienes que aprender a seducir. No tienes que soportar ese mundo incómodo en donde ella dice “si” cuando significa “no” y “no” cuando significa “sí”. Solo desliza el ratón y ¡Bing!, eres un galán.

No tienes que aprender los mecanismos sociales de supervivencia. Todo lo que quieres lo puedes obtener instantáneamente con un clic. Recompensa instantánea… excepto satisfacción en el trabajo y fortaleza en las relaciones. No hay Apps para eso: son procesos lentos, serpenteantes, incómodos, desordenados…

Me sigo encontrando a estos chicos maravillosos, fantásticos, idealistas, trabajadores, recién graduados, en su primer empleo y les pregunto “¿Cómo va todo?” Y me contestan: “Creo que lo voy a dejar” “¿Por qué?” les digo. “No estoy logrando ningún impacto” contestan. “¡Llevas aquí ocho meses!”. Es como si se pararan ante la montaña antes de subirla y con ese concepto abstracto llamado “impacto” –que es algo así como la cumbre– delante y lo que no ven es la montaña. No importa si subes la montaña rápido o lento, pero hay que subirla para llegar arriba. No hay atajos.

Tienen que aprender la paciencia. Tienen que aprender que las cosas que de verdad importan como el amor o el trabajo, la alegría, el amor por la vida, la autoestima, … todo lo importante lleva tiempo. A veces avanzas un trozo, pero el viaje completo es arduo, largo, difícil. Y si no buscas ayuda en los demás, aprendes las habilidades sociales necesarias y adquieres virtudes te caerás montaña abajo.

El peor de los escenarios, que ya se está viendo, es el incremento de suicidios, de muertes accidentales por sobredosis, aumento del abandono escolar, depresiones… Inaudito. Realmente alarmante. En el mejor de los escenarios –todos son malos– tenemos a una población entera creciendo y yendo por la vida sin alegría. Nunca encontrarán realización profunda en su trabajo o en la vida. Pasarán diciendo que todo está bien. “¿Cómo va el trabajo?” “Bien, igual que ayer” “¿Y cómo va tu relación?” “Bien…”. Ese es el mejor de los escenarios.

Por último, el contexto económico de crisis. Les ponemos en ambientes corporativos en donde importan más los números que las personas, las ganancias a corto plazo que la vida a largo plazo de cada uno. Les importa más el resultado anual que el de toda una vida. Un ambiente empresarial que no les ayuda a construir confianza ni en el que practiquen la solidaridad ni la cooperación. No les ayudan a superar los desafíos del mundo digital, a encontrar más equilibrio ni a superar la necesidad de recompensa instantánea. Ni a enseñarles que la felicidad, el “impacto” y la realización personal que se obtienen trabajando duro durante mucho tiempo en algo, no se puede lograr en un mes, ni en un año. Ambientes empresariales equivocados.

Y lo peor es que ellos se creen culpables, que no pueden llegar a acuerdos y que lo están haciendo mal. No son ellos, son las empresas. Es la falta total de un buen liderazgo en el mundo de hoy.

Tuvieron mala suerte. Es lo que hay. Ojalá las empresas fueran de otro modo; ojalá los padres hubieran actuado de otra forma, pero no. Ahora tenemos que trabajar mucho más para encontrar la manera de recuperar la verdadera autoestima; para enseñarles las habilidades sociales que les faltan. No debería haber móviles en las reuniones. Ninguno. Cero. Ni tampoco salirse fuera para mandar mensajes cuando estás esperando a que comience la reunión. Así no es como las relaciones se forjan. Son los pequeños gestos los que son importantes: mientras esperamos a que la reunión comience y nos miramos a los ojos y decimos “¿Qué tal tu padre?, supe que estaba en el hospital” “Está mucho mejor, gracias. Ya está en casa” “Me alegro” “Oye, ¿tienes el informe?” “¡Oh, no. Lo olvidé!” “No te preocupes, yo puedo ayudarte en eso”… Así se forja la confianza. No se construye la confianza en un momento. Ni siquiera los malos momentos se forman inmediatamente. Es la constancia, la lentitud, lo permanente… Tenemos que crear los mecanismos que nos permitan vivir esas pequeñas interacciones. Pero los móviles en las reuniones nos lo impiden.

Cuando voy a cenar con amigos, dejamos los móviles en casa. Quizá uno, lo traiga por si hay que llamar un taxi o tomar una foto de la cena… –soy un idealista, pero no estoy loco, sí llevamos un teléfono–…

Si quitamos el alcohol de la casa es porque no confiamos en el poder de la voluntad del alcohólico. No somos lo suficientemente fuertes. Cuando quitas la tentación todo es más fácil. Cuando sólo dices “No mires el teléfono” la gente dirá “Vale”, pero luego irá al baño a atiborrarse de mensajes. Pero si no tienes el teléfono, simplemente disfrutas el momento. Ahí es donde están las ideas, las interacciones, la innovación, la creatividad… que llega cuando nuestras mentes divagan. Estamos perdiendo esos pequeños momentos valiosos.

Nadie debería cargar su teléfono al lado de la cama. Deberíamos cargarlo lejos, en el salón. Quitar las tentaciones. “¡Pero es que es mi despertador!” Pues compra un despertador.

No tenemos elección: nos guste o no, ahora tenemos la responsabilidad de compensar el déficit de esta generación fantástica.

Referencias

http://www.insidequest.com/