Al hilo de la entrada que dedicamos a la lección de publicidad de Lluis Bassat y de su discurso allí enlazado, se suscitó el tema de la verdad publicitaria.
No sé si será meternos en un peligroso laberinto, pero es un tema que me ronda desde que me dedico a reflexionar sobre el impacto mediático.

Sobre el concepto de ‘verdad’ sin apellidos, no creo que nos quepan muchas dudas, pero por ser más académico veamos tres de las cinco  acepciones que nos da el DRAE:

1. Conformidad de las cosas con el concepto que de ellas forma la mente. 2. Conformidad de lo que se dice con lo que se siente o se piensa. 5. Realidad, existencia real de una cosa.

Para la voz ‘publicidad’ el diccionario aún es más parco:

1. Conjunto de medios que se emplean para divulgar o extender la noticia de las cosas o de los hechos. 2. Divulgación de noticias o anuncios de carácter comercial para atraer a posibles compradores, espectadores, usuarios, etc.

Vamos a dejar ―de momento― a un lado la llamada publicidad subliminal, que la Wiki define como aquella cuyo mensaje se emite por debajo del umbral de los sentidos para incitar al consumo de un producto, ya que, como se supone que ante dicho mensaje el usuario está inerme, está prohibida en casi todas las legislaciones que intentan proteger al consumidor. Quedémonos con el resto de la publicidad que nos llega y que, como nos llega, no debe de estar prohibida, supongo.

Para mí es obvio que no hay conformidad entre el concepto que nos formamos de las cosas a través de la publicidad y las cosas mismas. Es también fehaciente que entre lo que el emisor que vende o crea el anuncio piensa del producto y lo que nos acaba diciendo de él no siempre hay conformidad. Y por supuesto creo que es incuestionable que las representaciones de los productos en los anuncios publicitarios no tienen existencia real salvo en las mentes de los que los crean y en las de los que los recibimos. Por lo cual deberíamos concluir que la mayor parte de la publicidad no dice la verdad, es decir, miente.

(Continuará)