Efectivamente, en el libro hay un epígrafe dedicado a las nuevas tecnologías. Tras afirmar que es obvia la utilidad de las tecnologías como recurso educativo para estrategias y situaciones concretas, Gregorio Luri advierte que el problema no es si son buenas o malas para la escuela, sino que «se están introduciendo sin una reflexión previa que permita entender qué se gana o qué se pierde con cada nueva modificación de la relación didáctica» que cada nueva tecnología plantea.
Un cóctel formado por la velocidad de los cambios, la publicidad consumista de los productos y servicios, el papanatismo de los usuarios ante lo desconocido y la demagogia política de los Consejeros educativos ha creado una especie de fetichismo tecnológico que nos hace aplaudir y sonreír sin más cuando nos prometen ordenadores en clase. Obsesionados con la herramienta, no vemos más allá del brillo de su pantalla.
Las tecnologías, sin embargo, no son neutras. «No sabemos de qué manera modifican las relaciones humanas, ni qué vínculos nuevos contribuyen a formar, ni qué vínculos tradicionales hacen desaparecer». En la sustitución del profesor por el ordenador que algunos preconizan «hay en juego cuestiones muy importantes de carácter psicológico, sociológico y moral».
«Un informe de la IBM concluía –seguramente algo enfadado– que “la educación es la única industria que aún está debatiendo si la tecnología es una buena idea”. Sin embargo, nosotros ―en España―aún no hemos iniciado ese debate. Nos lo hemos saltado. Nuestra «industria educativa» ha encontrado la certeza sin necesidad de debate».
No se trata de negar las innovaciones, sino de entender cómo modifican las relaciones humanas y de ese modo utilizarlas adecuadamente e incluso encontrar la manera, si hace falta, de programar acciones compensatorias.
Está claro ¿no?
Usen las tecnologías, no las consuman o serán consumidos por ellas.
El post plantea preguntas muy naturales: ¿para qué vamos a utilizar los ordenadores –dichosos– en clase? ¿qué vamos a ganar o perder? ¿sabemos cómo van a alterar estos los vínculos relacionales entre profesores y alumnos? ¿acaso lo hemos debatido? …..
De pronto pienso en los ices, sí, en los Institutos de Ciencias de la Educación introducidos en la Universidad en tiempos de la Oprobiosa. Esos pequeños edificios dentro de los campus en los que tanto y con tan ignotos resultados se investigaban cuestiones pedagógicas y didácticas. Los licenciados de aquéllas épocas recuerdan todos con amargura no disimulada la obligación de asistir a los ices para (algunos dicen que perdiendo el tiempo de todo un año) cursar ¡y superar! el CAP (Certificado de Aptitud Pedagógica). Como lo fue para los chicos el servicio militar obligatorio, el CAP supuso una piedra en el camino de los indefensos licenciados. No aprendieron nada e investigaron menos.
Pero el CAP lo impartían sesudos profesores preocupados (excesivamente) en publicar “sus” cosas ….. que de nada y a nadie sirvieron. No me olvido de las excepciones que pude conocer y confirman la regla. Pero el asunto es: ¿No eran los ices el lugar propio e idóneo para realizar las investigaciones de las que adolece hoy “la industria educativa? ¿No sembraron? ¿No dejaron las metodologías aptas para debatir las cuestiones que nos interesan? La del uso de ordenadores en las aulas es una cuestión necesaria.
No hay que perder la esperanza: el CAP ya no existe, los ices ya no investigan, pero “habemus pope”: el Ministerio de Educación ha “trasvasado” estas responsabilidades a las recién creadas Facultades de Educación y es en ellas donde se cursa el nuevo CAP que ahora se denomina (agárrense): “Máster en Profesorado de Educación Secundaria Obligatoria, Bachillerato, Formación Profesional y Enseñanzas de Idiomas, Artísticas y Deportivas”. El primer cuatrimestre es común y se ocupa de la ESO, luego ya, se escoge especialidad ¿genial, no? Observen que no hay nada para Educación Infantil y Primaria. Si lo hay por otras vías, díganmelo por favor.
José Luis Rodríguez Rigual