Uno de los núcleos de mi trabajo educativo es introducir al otro en la realidad tal cual es, en su significado y en el valor que tienen las cosas que la pueblan. No es fácil en esa marabunta de imágenes inconexas y con vida de mosca que son sustituidas inmediatamente por otras. No es sencillo en esa red de SMS, Tuentis y Facebooks de frases cortas y opiniones sancionadas por el emperador que es cada uno con el C «me gusta»,  D «no me gusta». 
Imágenes y redes se ajustan como un guante a ese rasgo cultural y postmoderno del relativismo que impide toda comunicación. Nuestra cultura actual afirma que no existe una realidad que interpretar, sino sólo interpretaciones –imágenes, opiniones- de esa realidad. Para el relativismo no existen hechos sino interpretaciones. Esto imposibilita la búsqueda de la verdad y el encuentro personal en esa búsqueda. En el relativismo las personas son islas que nunca se tocan ya que lo que nos pone en contacto a unos con otros es precisamente la existencia de una verdad común, exterior a todos,  que todos buscamos y en la que todos nos podemos encontrar.

Parloteamos sin cesar los unos con los otros, pero estamos definitiva y profundamente solos en el individualismo de las opiniones.

Estamos interconectados en las redes sociales, pero somos islas que flotamos a la deriva de la inexistencia de la verdad.

Conectados todos con todos y desconectados de la realidad que es, vivimos buscando desesperadamente al otro gritando en el silencio de la ausencia de un aire común por el que pueda viajar el sonido de nuestras voces mudas.