Hernán Casciari es un bloguero venido a editor que ha hecho y hace su vida en Internet. Empezó de escritor analógico, siguió de periodista y, cuando estaba fuera de juego, se pasó al mundo digital de la nube donde ha hecho Orsai1 un blog desde el que construyó una revista, que ahora van a ser dos, y ha terminado siendo una editorial. Todo con el apoyo exclusivo de la red, de sus seguidores y de su palabra. Un ser digital que, sin embargo, respira palabras con acento argentino.
Es, pues, uno de esos pocos que Jakob Nielsen[2] inscribiría en el 1 % que produce en internet para que 9 como yo distribuyamos al 90 que se limita a recibir. Una buena cabeza –y seguramente un buen corazón- que maneja el mundo digital para ser mejor y hacer mejor el mundo.
En el vídeo que referencio al final[3], si tienen curiosidad y unos minutos, tienen su historia contada por él mismo. Esta plática, que diría él, da para hacer un post. Interesantes los apuntes que da sobre la miseria y la incertidumbre comercial de la industria editorial para con los autores… que le llevó a sumergirse en la nube. Pero no este vídeo lo que le trae aquí, sino este otro de más abajo que no tiene desperdicio.
Nos cuenta en él –él, con ese historial digital sobre sus espaldas, no un apocalíptico neoludita antitecnológico, sino él con diez años de internauta convencido– que como la rana inconsciente hervida en la olla a fuego lento, nosotros estamos en la olla del siglo XXI en un proceso paulatino y silencioso en el que la tecnología está acabando con nuestra capacidad de concentración. Nos dice que lo de menos es si el libro será de papel o digital porque lo importante es que probablemente no habrá lectores capaces de soportar la compleja operación de leer en ninguno de los dos soportes. Como Postman, afirma que una dictadura no tendrá que preocuparse de quemar los libros porque en un mundo tan divertido no habrá nadie que quiera leerlos. Cuenta, con ironía y gracia argentina, su propio testimonio personal de emigrante digital que fue una vez capaz de «leer, leer, leer como un desesperado», escribir durante horas o asistir concentrado a conferencias de más de una hora; y ahora ya no «ahora ya no puedo escribir más de media hora sin mirar mails o sin ver un gol de Messi; ya no puedo leer más de media hora sin pensar en la primera mosca que vuela y ya no puedo escuchar a una persona dando una conferencia larga». Y dirigiéndose al público –un simposio sobre el futuro del libro de papel y el libro digital– le dice: « y aquí estamos la élite, aquellos que hemos venido al mundo para reflexionar sobre qué hay que hacer para que los otros, los que no somos nosotros, lean… Es hora de confesar que hoy por hoy, no nos podemos concentrar más de media hora en nada que no nos resulte placentero… nos resultaría vergonzoso si se hiciera público nuestro historial de navegación de ayer por la noche…» en la habitación del hotel.
En una alegoría muy expresiva comenta que «es como si fuéramos todos bulímicos y anoréxicos que disimulamos reuniéndonos en simposios para debatir sobre cómo se cocina mejor, si en horno tradicional o en microondas, y nadie se preguntara en cambio cómo hacer para volver a disfrutar un pedazo de carne con placer; cómo hacer para que nuestros hijos no vomiten a escondidas en los baños, cómo hacer para que otra vez nos guste masticar con la boca abierta sin que nos importe en qué dispositivo se ha horneado ese manjar.» El problema no es el soporte, sino la lectura misma.
Un emigrante digital, creador permanente en internet, profundo conocedor de la tecnología que le da de comer y que, sin embargo, se convierte en un lúcido Nicholas Carr[4] y diagnostica, entre melancólico y divertido, que la tecnología no solo nos está destrozando la concentración, sino que está haciendo hace añicos las historias que les tenemos que contar a nuestros hijos – con un teléfono móvil en su cesta Caperucita alertaría a la abuela a tiempo…– y, sobre todo, está haciendo que nuestras propias historias estén perdiendo brillo convirtiéndonos en héroes perezosos incapaces de vivir con intensidad los retos que la vida real nos plantea.
Ya somos la rana hervida.
Cliquen, vean y oigan. No se lo pueden perder.
Referencias:
- Orsai, el blog y la revista de Casciari
- El 90/9/1 de Jakob Nielsen
- Vídeo de Casciari contado por Casciari
- Nicholas Carr, Superficiales: en el blog
Ya he visto dos veces su conferencia y aún la veré alguna otra (que dure 20 min, ayuda). Casciari me parece antes que otra cosa un literato (no un literario). Un hombre que se enfrenta a las circunstancias de la vida y del entorno, desde un enfoque literario. Eso le dota de una sorprendente imaginación, en sentido propio, es decir, una capacidad de construir imágenes (en este caso, imágenes intelectuales) que le permiten penetrar los asuntos desde perspectivas poco usuales desde las que puede ver lo que otros no ven.
Sus tesis son del todo constatables. Aún sí, me parecen más ciertas como descripción de una patología social del todo nueva, como él mismo apunta, que aplicadas a cada persona individuada. Pienso que dentro de cada una, aún afectada por el fenómeno descrito, permanece intacta su capacidad de, cual Ave Fénix, renacer de sus propias cenizas. Eso quiere decir que sigue siendo capaz de observar su propia afección y poner remedio a la misma. Barrunto (y ya hay que ser incauto y optimista para ello) un hartazgo del que saldrán acciones y resultados ahora mismo impensables para la industria tecnológica.
José Luis.
Completamente de acuerdo. La capacidad de cada individuo humano de afrontar el ambiente dominante para trascenderlo, superarlo e incluso apoyarse en él para progresar es una de nuestras característica. Por eso soy optimista. Es la libertad lo que nos salva. En cuanto a tus barruntos, también de acuerdo. Las cosas van deprisa, cambian, perdemos la perspectiva y hay que mirarlas con cierto distanciamiento. Ya veremos.