Escribo en estos días de inicio de las vacaciones de verano en el que las audiencias bajan y la programación se derrite compitiendo con el sol, el aire libre y, sobre todo, con el tiempo liberado de las rutinas que los programadores utilizan para atarnos día a día, noche tras noche, a la monocorde emisión contaminante de la Caja Sucia como la llama Lorenzo Díaz.

Como si se tratara de un aparato de aire acondicionado invertido la tele ha estado produciendo este invierno polución simbólica convirtiendo mi sala de ver —¡qué tiempos aquellos en los que todavía se llamaba sala de estar!— en una gruta virtual repleta de residuos de contravalores, estereotipos, modelos, referencias y anuncios. Tengo la casa llena de Pocholos, Patricias, asesinatos, telediarios, concursos y peleas verbales; a mi hija se le cayó de la boca el otro día el jingle de un spot, mi hijo se ha encontrado en su cuarto un trozo de cadáver de la última autopsia del laboratorio criminalístico de Las Vegas y en el ordenador —como si fueran virus— se nos han metido la sonrisa del Chiquilicuatre y una ceja de Zapatero. Tengo la casa llena de programación. El ruido del mundo, como dice Margarita Riviére,… un ruido que nos llevamos a todas partes en nuestro cerebro a lo largo de nuestras jornadas laborales del largo y audiovisual invierno.

Las nuevas tecnologías de la comunicación y del ocio, potencian su uso privado y doméstico y tienden a primar la tendencia a rehuir el contacto social. Nuestros inviernos urbanos y rurales expresan —dice Román Gubern— «el modelo claustrofílico de hogar que extrema el sedentarismo ciudadano… Nunca viajó tanto el hombre gracias a sus ojos e inmóvil desde una butaca como con la conjunción del automóvil y el televisor», abandonándolos únicamente —añado yo— para entrar en esa otra prolongación de la realidad virtual del consumo que son las llamadas grandes superficies en las que las dependientas parecen surgidas de un casting televisivo y el ocio y el negocio se confunden en un alejamiento del mundo exterior y un divorcio radical de la naturaleza. Una comunidad sin proximidad física ni emocional, un desierto lleno de gente en el que tendemos a sustituir masivamente la comunicación sensorial y afectiva por una comunicación en la que los signos tienden a suplantar a las personas y las cosas.

Ha llegado el verano dándonos una nueva oportunidad de liberarnos. Muchos comprobarán que lo indispensable televisivo del invierno, se vuelve completamente prescindible y que, felizmente, hay otra vida ahí fuera.

Vean televisión, no la consuman o serán consumidos por ella.