Ha llovido mucho desde la emisión en TVE de aquella mítica serie en la que una serie de jóvenes creativos pugnaban por sacar la cabeza y destacar en los ambientes artísticos alcanzando los laureles del triunfo, que les llevaría a la fama.
La mitomanía moderna está sólidamente ligada a la hegemonía de la imagen como lenguaje y al desarrollo de los medios de comunicación de masas. Se despliega primero con el cine norteamericano en el que el mito cumplía su característica fundamental de inalcanzabilidad para el común de los mortales y era además compatible con el prestigio social adquirido por las grandes figuras de otros ámbitos profesionales que eran reconocidos en premios, homenajes públicos y placas en las calles.
Se propaga y multiplica después con la televisión que penetra en todos los hogares a la vez que “democratiza” y degrada el mito haciéndolo progresivamente más próximo y asequible para todos: cualquiera puede ser famoso; sólo hace falta salir en televisión. La cúspide de ese proceso se concreta con los reallyties en los que el mito ha dejado definitivamente de serlo al estar al alcance de cualquiera.
Una vez más, la imagen con todo su aparejo sentimental, con toda su inmediatez, con toda su pegada, nos ha metido por los ojos a personas que ya ni siquiera nos venden el humo de sus personajes como hacían las grandes estrellas de Hollywood, sino que nos engatusan con la nada.
A medida que la fama se degradaba en una nada constituida básicamente por el dinero al que daba acceso, iba también pulverizando a su alrededor todos los demás posibles referentes educativos que podían constituir la imaginería social estímulo educativo para millones de chavales en las escuelas. Desde hace un par de décadas, los premios ya no son garantía de valor sino que se premian a sí mismos al revestirse del valor-fama adquirido cuando se otorgan a… famosos. Y las placas de las calles se pueblan de nombres de películas, actores y videojuegos.
«Finalmente lo hemos conseguido –dice el cartero del XLSemanal en su edición del 24 de marzo– Tras tanto exhibirlos ante las cámaras y los focos, ejecutando sus gracietas, hemos llegado a persuadir a una generación, o al menos a una parte de ella, de que ser famoso (así, sin más) viene a ser no solo una profesión, sino una de las más codiciables […]: se requiere poco y se gana mucho.»
Su reflexión viene motivada por la carta de un lector, Julián Piñera Metello, un profesor de Gijón que cuenta cómo han cambiado las respuestas al «¿qué quieres ser de mayor?» de toda la vida. Hecha la pregunta a uno de sus alumnos de 15 años «no tardó ni tres segundos en responderme: quería ser famoso. Pero no por ganar el premio Nobel. Su aspiración era parecerse a esos musculados personajes que se pasean por los platós y hacen alarde del dinero logrado sin dar un palo al agua. […] Yo le respondí –dice el maestro–: “¿No quieres ser astronauta?” Él me miró y dijo : “¿Astronauta? Mejor, famoso. Se gana más”».
Bien. Ya lo hemos conseguido. ¿Y ahora qué?
Espero, creo, quiero pensar que la respuesta del alumno del profesor Piñera, no sea representativa de la generalidad de los demás alumnos de su clase. Creo además, que no lo es porque de haberlo sido -pongamos que de una clase de veinte alumnos, preguntados por lo mismo, cinco o más, pongamos diez, hubieran respondido igual que el alumno referido- es impensable que el profesor hubiera dejado de citar tal extremo.
No sé bien a quién achacar el mérito esta vez (jeje), pero me parece impecable el desarrollo hecho, previo a la cita, sobre cómo ha funcionado «la fama» en nuestros medios y cómo se ha ido alterando.
José Luis
No parece el resultado de una encuesta, amigo. Es simplemente un testimonio. Pero sin duda, muy representativo. Punta de un iceberg mucho más profundo.