Siguiendo todavía la estela del verano, esta vez es Miguel el que habla. El pitillo de después de cenar nos obliga a salir de la casa. En la noche hay un cielo estrellado que difícilmente podemos contemplar en la ciudad. Miramos las estrellas sin hablar. No hacen falta palabras. No las hay. Al final la palabra es un intento de compartir nuestro asombro ante el firmamento.
Y Miguel me comenta cómo este espectáculo gratuito está cada vez menos accesible a la mirada contemporánea. No sólo porque cada vez hay menos lugares con la oscuridad necesaria para contemplarlo en la vida cotidiana, sino porque, en cierto modo, hemos inundado de distracción y entretenimiento sofisticado y tecnológico los placeres simples y gratuitos que sólo el verano, el ocio, el tiempo libre, y la desconexión nos permiten a veces recuperar.
‘El otro día subimos a Nerín por el cañón de Añisclo. Todo un espectáculo. Detrás en el coche, tus sobrinos no miraban el exterior, no vieron nada: tenían el brillo de la pequeña pantalla de la consola en los ojos y los auriculares, bib-bib-bib, en los oídos. Estaban conectados.
La oscuridad necesaria, el silencio necesario, el necesario aburrimiento…Y seguimos mirando las estrellas, mientras terminábamos de fumar el pitillo.
Es verdad, por lo común «no hay palabras» aunque, como recordarás, Pascal sí puso palabras a esa experiencia espectacular, a esa inevitable conmoción que sufrimos al contemplar el firmamento estrellado. Pascal atiende y escribe su dictado:
«Cuando considero la poca duración de mi vida absorbida en la eternidad precedente y siguiente, el pequeño espacio que ocupo e incluso que veo sumido en la infinitud inmensa de los espacios que ignoro y que me ignoran, me espanto y asombro de verme más bien aquí que allá, porque no hay ninguna razón para que esté más bien aquí que allá, para que sea ahora más bien que entonces. ¿Quién me ha puesto en él? ¿Por orden y autoridad de quién este lugar y este tiempo me han sido destinados?
— Pero la magnificencia universal no deprime en el observador filósofo el sentido de su grandeza, y el cielo estrellado le sigue diciendo:–
El hombre es la caña más débil de la creación, pero es una caña que piensa. Es inútil que todo el universo se conjure para quebrarla. Un vapor, una gota de agua, basta para matarle; pero aun cuando el universo le destruyera, el hombre seguiría siendo aún más noble que aquello que le mata, porque él sabe que muere y el universo nada sabe de la superioridad que sobre él tiene».
Felicidades a Miguel por preservar para los suyos algo de «bendito aburrimiento».
Sabio Pascal.