Hemos criticado aquí muchas veces esa imagen de los nativos digitales que desde el papanatismo o la ingenuidad se ha instalado sin filtro reflexivo alguno en el medioambiente simbólico. Es una imagen en la que a la ya de por sí carga simbólica positiva de lo joven que estúpidamente da valor a todo lo que toca, se ha sumado el tópico de la novedad, otro cliché de seguro éxito publicitario, y la no menos eficaz varita mágica para la venta que es la tecnología. Un triunvirato imbatible para que los pobres emigrantes digitales, casi siempre los padres, miremos con envidia, con inseguridad y hasta con cierta reverencia a esas pandillas de jóvenes-de las-nuevas-tecnologías permanentemente conectados que teclean, clickean, twitean y se pasean alegres y despreocupados por las redes sociales, con el pantalón caído, el pulgar en movimiento y la intimidad tan expuesta como el final de la espalda.
Sin embargo, detrás de esa permanente conexión que comienza por la mañana con la primera mirada al móvil que les despierta y que nunca se apaga, pasa por las ventanas abiertas de Tuenti, Twitter, Facebook o Youtube en el ordenador personal mientras trabajan, las diminutas cámaras ante las que interminablemente posan y termina de nuevo con la última mirada, al penúltimo SMS o la antepenúltima perdida de la noche con la cabeza apoyada en la almohada… Detrás de todo eso, hay también un oscuro cansancio y una insatisfacción, una inquietud, una desazón, que ni ellos mismos saben de dónde proviene: es el cansancio de ser siempre en los otros.
Somos, sobre todo, seres sociales, sí. Somos con y en los demás. Pero también necesitamos retirarnos, desconectar, aislarnos para volver a ser sin más nosotros mismos.
La amistad analógica, cara a cara, presencial, te permitía asistir a la representación del gran teatro del mundo cotidiano, pero tenía también un final en el que caía el telón. Era una comunicación limitada, pero abarcable. La tribu te exigía sus tributos, pero al cerrar la puerta del hogar, al desaparecer, uno podía descansar de su personaje. La casa, los padres, eran el lugar y la referencia de los que escapar para ser en los otros, pero también un refugio al que volver para poder ser admitido sin condiciones, sin peajes, sin imágenes, sin más; el lugar seguro en el que se es admitido por lo que eres y no por lo que pareces, por lo que opinas, por lo que llevas, por lo que dices, por lo que compras, por lo que te gusta, por lo que ofreces, por lo que publicas,… El hogar era el amparo donde se construía la intimidad, se descansaba de los sueños, se buscaba el abrigo de la oscuridad de la tramoya lejos de las luces del escenario. Antes el esfuerzo lo poníamos en continuar la conexión abandonada poco antes de que dieran las diez y las broncas se producían en casa por el abuso del teléfono; ahora la desazón está, muchas veces sin saberlo ellos mismos, en el cansancio de no poder descansar. La Blakberry o el Iphone nunca duermen. Siempre están ahí, disponibles y disponiéndonos, pero también vigilantes y acechándonos.
Y, aun sin saberlo, sus dueños -¿quién pertenece a quién?- están cansados.
«La amistad analógica, cara a cara, presencial,…» ¡Qué hermosura de párrafo!
El post entero es estupendo y alcanza a dar en el corazón de la «soledad» agotadora que padecen nuestros jóvenes; quizás también, en parte, de nosotros mismos. La diferencia es solo de recursos propios: mientras los jóvenes acaban agotados por su entrega sin medida al escenario, nosotros podemos nadar y guardar la ropa con algo más de cordura, aunque ello no nos proteja de una cierta enajenación irritante.
Vale la pena darse una vuelta por la web de Xavier Delory, el fotógrafo de hoy. Esas casas belgas desintegradas del contexto, esos almacenes «fermé le dimanche», pero donde más he disfrutado ha sido en «Homo Urbanus & Festivus». Pinchar en su «works».
No es fácil retratar las servidumbres que hay detrás del uso de las tecnologías, así que gracias, José Luis. Me alegro que te haya gustado.
En cuanto a Xavier Delory, confieso que me resulta duro contemplar imágenes tan abstractas: me resultan frías y deshumanizadas, incluso en el retrato de lo humano.
De nada, amigo.
Tu opinión es correcta: es lo que persigue Xavier, presentar al hombre deshumanizado por el gigantismo de su hábitat urbano y por la repetición anestesiante de las formas de vivienda rural de ese ámbito geográfico. Es como decir: esta arquitectura no sirve para el hombre.