El coche es una tecnología que no sólo ha cumplido su extraordinario papel puramente utilitario y nos ha trasladado más rápido, más cómodos, más a la carta, sino que, como toda tecnología, ha cambiado también nuestra percepción del mundo y ha creado entornos nuevos a los que hemos tenido que aclimatar nuestra humanidad sin ser demasiado conscientes de ello: el estrechamiento de la distancia y del tiempo; la eliminación, junto con la lentitud, del roce con paisajes y personas ―un nuevo tipo de aislamiento de los demás con los que nos cruzamos vertiginosos, y del entorno por el que nos movemos como en una burbuja de cristal, de música y silencio―; el entorpecimiento de la contemplación; el incremento del individualismo social, frente a la comunidad del transporte público; la creación de un elemento básico de ostentación del estatus socioeconómico… Y, por supuesto, también ha sido el centro de problemas nuevos de carácter medioambiental, económico o energético. Es un buen ejemplo, pues, de eso que hemos comentado aquí tantas veces respecto de la no neutralidad de la tecnología en la vida humana y su generación de efectos colaterales.
Pero entre todos los cambios, el coche fue durante un tiempo, una prolongación del espacio doméstico, una segunda casa de ámbito reducido, un entorno familiar y privado en movimiento. Los largos viajes, favorecían una intensa forma de convivencia, propiciada por la presencia de todos los miembros de la unidad familiar comprimida en la inevitabilidad del desplazamiento.
Hemos pasado muchas horas de coche. Como en un segundo hogar, el coche ha sido para toda una generación un creador de vida familiar participativa en la que la imaginación, los juegos, las canciones, los cuentos, los tebeos, las peleas, el aburrimiento, el sueño, el «tengo pis» y el «¿cuánto falta?», nos acompañaban mientras tenía lugar ese traslado temporal a través de vértigo del paisaje.
Y es también buen ejemplo de cómo las «nuevas tecnologías», igual que lo han hecho en cada casa, han invadido ese ámbito doméstico e íntimo dando al traste con todo ese universo relacional encerrando a cada uno en el silencio individual de los auriculares del MP3 o el IPhone o en el autismo de la mirada concentrada en las pantallas del DVD incrustadas en los asientos delanteros.
También el espacio del coche ha dejado de ser doméstico y será difícil escuchar ya alguna vez aquella tonadilla a coro que nos trajo la primera televisión: «En el coche de papá / nos iremos a pasear / vamos de paseo, piii, piii, piii». Aquel coche de papá ha muerto.
Certera ejemplo de cambios colaterales, como dice Pepe, aplicados a una tecnología. Y certera también la elección de un ámbito tecnológico aplicado a otro ámbito tecnológico.
Sobre todo porque la desaparición del coche de papá expresa la desaparición o el desdibujamiento de papá como figura referencial en favor de los medios que les entran por los ojos y oídos.
Quién no disfrute más que nadie, no entrará en el reino…de los que han venido a este mundo a divertirse.
El coche en sí ya sólo es pura colateralidad:
Los padres se miran a sí mismos en el coche convertido en su propio espejo, que les acerca a visitar a otros amigos-espejo, o les traslada a lugares que reflejan su interés por el sitio visitado y los trae de vuelta mareados de imágenes de uno mismo recogidas afuera. Mientras, los hijos, demandan lo exigible: una pantalla que les conduzca a distraídas realidades para ir aprendiendo a vivir divertidamente. (Divertir: Entretener, recrear, apartar, desviar, alejar)
No resisto callar aquí que servidor tuvo un coche de papá, fantástico. Una furgoneta VW Transporter Combi de nueve plazas, transformada para poder pernoctar que compré, de segunda mano, con la expresa intención de crear un entorno familiar móvil. Fueron cinco años (del 92 al 97) de épicos viajes por la piel de toro, deliciosos e inefables, que han quedado grabados en el alma de cada miembro de mi familia (papá, mamá y cuatro hijos). Su debut, en agosto del 93, fue como coche escoba y de apoyo logístico en el Camino de Santiago (salida desde Roncesvalles) que mi hijo, sus primos y unos cuantos amigos de clase, al acabar la E.G.B., hicieron en bicicleta. Cuando tocó venderla nos daba tanta pena que decidimos hacer un viaje, esta vez por las cimas de los Montes Universales (Teruel y provincias limítrofes), para despedirnos con el cariño debido de «la vivita», que así la llamábamos, por las días de felicidad que nos había procurado. Pasados los años volvió a la familia al comprarla Rafael, mi hijo mayor, cuando cansados de las ingratas condiciones de la vida en la urbe decidieron, su mujer y él, ensayar otras formas de vida y hacerse neorurales. La cargaban de aperos campesinos, de patatas, calabazas, amigos, instrumentos musicales, ….. Llegado el momento de los achaques mecánicos y cambiar de auto, no resistieron la idea de venderla y hoy «la vivita» vive quieta guardando vivencias preciosas en la cochera de un familiar en una finca de cultivo sita en Alcarrás (Lérida). Algún día ¡seguro! algún miembro de mi familia la hará revivir.
Hoy tengo un coche de tecnología avanzada que me sustituye, que hace casi todo por mí y me duerme cuando lo conduzco en carretera. No he leído los manuales, no sé para qué sirven más de la mitad de los botones, ni como activar las muchas funciones que ofrece y yo ignoro. Un coche de estos tiempos, soso hasta el aburrimiento. Y yo, que ya me he hecho mayor, lo tengo por obligación pero me gustaría poder vivir sin coche.
Necesitaba expansionarme un poco. Gracias.
Me han gustado los certeros comentarios de «Verbum» y «anónima».
La tan traída y llevada «Nodriza electrónica», Verbum.
Divertirse es el lema de la Sociedad de la decepción como la llama Lipovetsky.
José Luis: ya sabía yo que esta entrada te iba a provocar nostalgia de aquella época en la que se produjo el milagro de llenar de tanta humanidad un coche que casi se hace humano.Humana, en este caso.