Una y otra vez en este blog intentamos desentrañar ese difícil enigma que se esconde en lo obvio de mirar el cristal de una pantalla. Una vez y otra hemos repetido que el acto mismo de consumir imágenes ante una pantalla es una nueva manera de percibir la realidad que altera sustancialmente nuestra psicología. Aunque depende en gran parte de estos factores, no es sólo el tiempo de consumo, ni su esencia visual, ni sus contenidos más o menos tóxicos los que están produciendo una ruptura del equilibrio vital en nuestro ecosistema simbólico.
Hemos hablado y leído sobre el gusto inconsciente de estar al otro lado del cristal. Miro la tragedia social en la pantalla y a la tristeza de ver se suma la alegría de no estar ahí, de pertenecer a otro plano, de contemplar una realidad que no es real porque no estoy en ella. La realidad irreal penetra en mi ecosistema, en mi medioambiente, pero siento que no pertenece a él sino como una realidad vicaria y evanescente, perfectamente compatible con el café. «De igual modo que me entristezco a salvo de la verdadera tristeza ante la ficción cinematográfica, la pantalla convierte en ficción la realidad que me transmite poniéndome a salvo de la realidad».
Llegará el día, sin embargo, en que lo percibido como irreal no pueda distinguirse de la realidad, y entonces, será de hecho realidad. Un sucedáneo agradable que llegaremos a preferir a la aspereza de lo verdadero. Claude Caroz ha podido calificarlo como la «droga electrónica del tercer milenio»: textos, imágenes y sensaciones inventadas que tratan de reemplazar la vida por una pseudovida rentable para unos, consoladora para los otros. Una realidad, repetimos una vez más, en la que la mayor parte de las cosas pasan en la cabeza de las gentes en vez de pasar en el mundo real.
A este y al otro lado del cristal.
Vean televisión, no la consuman o serán consumidos por ella.