Hace unos días tuve oportunidad de ver en la 1 de TVE ―sin publi, una gozada―- La Reina de Stephen Frears. Independientemente de su calidad y de la extraordinaria actuación de su protagonista, la película me recordó el para mí inexplicable fenómeno mediático de Lady Di más de diez años después.
Hablábamos el otro día de la muerte como pórtico necesario a la mitología. El caso de Diana no es ajeno a esta realidad. Su muerte fue un fenómeno mediático hasta el punto de que los mismos medios estuvieron indirectamente implicados en ella. Su funeral fue aún más mediático: allí estuvieron directamente implicados. En todo el mundo, treinta y tres millones de personas asistieron a la ceremonia por televisión. En el funeral en la Abadía de Westminster, el 6 de septiembre de 1997 se reunieron alrededor de tres millones de personas en Londres. Más de un millón de ramos de flores fueron dejados en su casa de Londres, en el Palacio de Kensington y ante las verjas de Buckingham. ¿Qué les voy a recordar que no sepan? Nunca se había vivido nada parecido, ni se ha vivido tampoco después, aunque me temo que en cualquier momento se puede vivir de nuevo en el futuro.
No puedo comprender cómo una masa social en su conjunto llega a ese grado de histeria colectiva porque tampoco puedo comprender cómo un solo individuo se entristece y se implica hasta el punto de ir a comprar flores, llevarlas a la verja, participar la puesta en escena del funeral con su presencia y se emociona hasta llorar por una fotografía. No entiendo cómo las personas se convierten en masa.
A los mitos cinematográficos ayudan a levantarlos sus propios personajes, amplificados por los medios. Pero en el caso de Di, el personaje mismo era una creación exclusivamente mediática. Es verdad que aprovechando los sueños de una colectividad, pero pura creación. La gente lloraba por una invención. Alguien no sólo desconocido para ellos, sino, sobre todo, alguien realmente inexistente.
Hace tiempo que denunciamos cómo el periodismo posmoderno, empresarial y consumista ha dejado de informar sobre los hechos y se ha puesto a construir acontecimientos y a difundir simulacros. El caso Di es paradigmático: treinta y tres millones de personas pendientes de una princesa de cuento de hadas, de una mujer fatal, de una estrella, de una víctima, de una ONG, de…nada, en definitiva, porque nada de eso era el sujeto fallecido y todo eso era el sujeto mediático. Treinta y tres millones de personas pendientes de una marca y algunas de ellas anegadas en lágrimas.
Lo grave es que a ese juego no sólo se prestaron los medios y las masas, sino que implicó a naciones enteras, a sus Gobiernos, a sus Instituciones, a la Iglesia de Inglaterra, a actores, actrices y cantantes, a políticos de todo el mundo, a otras monarquías europeas y a la misma monarquía británica que, muy a su pesar, se vio forzada por el fenómeno mismo a representar una pantomima gigantesca. Todos certificaban con su presencia mediática que aquella puesta en escena era Real haciéndola real.
¿Cómo es posible? Y aún peor ¿Cómo es posible que eso no preocupara entonces a nadie y siga sin preocupar a nadie ahora? Yo no lo acierto a explicar, pero no creo que se tratara de un fenómeno inocuo. Desde entonces, la monarquía inglesa, los gobiernos, los medios y hasta el mismo pueblo expectante y espectador, al prestarse a ese juego de representación mediática, son menos monarquía, menos gobierno, menos medios y hasta menos pueblo. Al ser parte del espectáculo, todos hemos perdido realidad y consistencia. El pueblo, ya no puede mirarlos ni mirarse a sí mismo como pueblo, sino como público, y aunque parezca que todo sigue igual, ya nada es lo mismo.
Sé que sigue inexplicado. Sólo he dejado aquí constancia de mi infinita estupefacción. Hay otros que han reflexionado sobre ello. Pueden asomarse a Pedro Santander de la Universidad Católica de Valparaíso, a Lucrecia Escudero de la Universidad de Lille III y una entrevista en El País densa, pero interesante a Pierre Bourdieu.
Usen las pantallas, no las consuman o serán consumidos por ellas.
Aquella mañana de verano habíamos madrugado Pepa y yo. Las prisas por estrenar la flamente Caravelle con un viajecito por Portugal, fue el motivo de que aún no hubiéramos instalado las cortinas quita soles, tan necesarias si no quieres despertarte poco menos que a la hora que canta el gallo, cuando duermes en una furgoneta. «Tenemos cosas para hacernos el desayuno aquí fuera (en lo más alto de un cerro romo) pero si quieres vamos a Sigüenza y desayunamos con los más madrugadores». Mientras nos ponían los churros y saludábamos a las gentes del bar (a primeras horas, en los bares se saluda) la tele vomitó la noticia: ésa misma noche, en algún puente de París la princesa Lady Di había muerto de accidente de automóvil. Durante unos minutos, en el bar, sólo hablóa la presentadora, y a mí se me hizo un nudo en la garganta de pura pena.
¿Porqué pena por Lady Di? Me da igual saberlo, es decir, no saberlo nunca.
Supongo que a cada cual por algo distinto, por «sus razones».
Yo tampoco me lo explico.
José Luis.
Yo creo que la gente necesita tener pasiones. Y es mejor sufrir apasiondadamente por algo que no te afecta para nada. Es menos doloroso y se disfruta más de la pasíón.
Y los fenómenos mediaticos son el opio del pueblo.