En el mundo digital, las técnicas de análisis permiten a grandes compañías o instituciones analizar nuestras interacciones digitales y obtener de nosotros una fotografía interna con un enorme grado de precisión. Con esa contundencia comienza Paloma Llaneza su ensayo, Datanomics. El resto de la obra es el desarrollo demostrativo con multitud de ejemplos y datos de esa afirmación.

La posibilidad de monetizar nuestros datos fue un descubrimiento paulatino por parte de las grandes corporaciones que para nada se esperaban este maná monetario que les iba a llegar del uso y el abuso de los usuarios. El ordenador fijo estaba anclado a la mesa, el portátil, aún no lo era del todo. Las memorias de los dispositivos aumentaban y aumentaban su capacidad para ir almacenando los datos de los usuarios. Eran los noventa.

En enero de 2007, la combinación mortal vino con un inesperado cambio tecnológico: el iPhone. La movilidad absoluta que trajo Apple requirió un almacenamiento en la nube propio de un entorno cerrado de aplicaciones y archivos en remoto. […Y] Los datos empezaron a fluir sin control. Fue el punto de inflexión para la economía de los datos y la atención. Cuando ya fueron conscientes es cuando toda su estrategia se dirigió a cómo aumentar el tiempo de consumo de esos productores voluntarios de datos que somos todos nosotros.

Pero la movilidad no solo ha traído la masificación de la producción de datos, sino, además,la individualización de los productores: la identificación unívoca de todos y cada uno de nosotros.  […] Al ser el móvil un identificador personal más potente que el DNI, todo lo que se instale, todo lo que se almacene, todo lo que se diga o haga nos identifica de manera unívoca. Controlar los móviles es controlar la identidad.

Y ya no es solo el teléfono, sino los coches, las pulseras de ejercicios, los electrodomésticos, el televisor inteligente, nuestras conexiones a los proveedores de series y películas, el internet de las cosas, los satélites, las cámaras, los programas de reconocimiento facial, Alexa, Siri, nuestros propios cuerpos con los dispositivos vestibles o ingeribles… todo un cúmulo de dispositivos y aplicaciones que controlan dónde estamos y cada vez más todo lo que hacemos, e incluso todo lo que pensamos y/o sentimos.

Damos nuestros datos, de manera consciente o inconsciente, confiando en una empresa de la que no sabemos absolutamente nada más que su nombre Afirmamos estar muy preocupados por la privacidad, pero no hacemos nada para protegerla […]. Somos conscientes de los riesgos, pero no queremos que la fiesta del gratis total se acabe.

Y, mientras, mediante el aprendizaje automático basado en algoritmos –eso que se ha dado en llamar equivocadamente “inteligencia artificial” (los ordenadores no son inteligentes, sino simplemente más rápidos), los usuarios estamos alimentando y entrenando a las redes neuronales digitales con datos de comportamiento, voz, imágenes etiquetadas y vídeos o datos médicos.

Los GAFA (Google, Amazon. Facebook, Apple…) ganan dinero a espuertas monetizándonos, diseñan sus productos con interfaces, menús, notificaciones… de manera que su uso se convierta en adictivo y han aumentado su poder como monopolios convirtiéndose para algunos en obstáculos para la innovación al abusar de su posición de dominio en el mercado, bien comprando a la competencia, bien anulándola. No solo eso: la concentración del mercado en pocos prestadores que recaban millones de datos, junto con el uso intensivo que de los mismos hacen, supone un riesgo para la intimidad de los ciudadanos y para su desarrollo personal pleno.

Y el libro termina quizá como debiera haber empezado. Aquel sueño de un internet descentralizado y democrático se ha evaporado en manos de las grandes empresas que lo manejan y dominan. Hoy por hoy, no solo es una herramienta dudosa para la búsqueda de la verdad, sino una máquina de extender mentiras. Pero quizá, la mentira mayor, es la que Paloma Llaneza denuncia al final de su obra:

«He leído y acepto las condiciones legales y de privacidad»

Una mentira construida día a día por millones de pulsaciones y clics cómplices sobre una casilla que se refiere a condiciones imposibles de asimilar y aceptar por su complejidad y extensión. Una mentira que mantiene legalmente todo este tinglado en pie sin que nadie haga nada por remediarlo.

Todos llevamos un «comisario político» en el bolsillo que registra cada segundo de nuestra vida con total precisión y que lo guarda a perpetuidad.  [Sin embargo, aunque todos lo sabemos, la respuesta casi siempre es]: «no tengo nada que ocultar». [Ocurre incluso, que cuando alguien manifiesta públicamente su derecho a la protección de su privacidad] el querer mantener su vida fuera de la mirada ajena es fuente de sospecha.

La intimidad alcanza desde mi estado de ánimo hasta mis miedos más profundos. […] el análisis de datos que la tecnología actual permite pone al descubierto nuestro verdadero yo como objeto de manipulación y mercantilización.  […] [Pero como se queda aparentemente] en una nube lejana parece no tener impacto negativo en nuestra vida diaria […] El efecto real es imperceptible y el usuario solo aprecia de manera muy potente las ventajas de usar un servicio inteligente […]  «¿Quién va a querer mis datos? No soy tan importante». […] Y es así como cala el mantra de que la privacidad ha muerto cuando, curiosamente, sólo beneficia a quien hace su negocio de enterrarla.

Tenéis una síntesis muy completa del ensayo en el enlace de la referencia citada más abajo.

Referencias

Síntesis completa del ensayo.