Una de las paradojas modernas que vivimos con la indiferencia de lo inconsciente es que la publicidad, que se esfuerza constantemente por mostrarnos un mundo feliz, se dirige sobre todo a un público ―a un target, dirían ellos― profundamente triste.
Para llenar un vacío, colmar un deseo, perseguir continuamente la zanahoria, es necesario el vacío, el sueño de ser otro, creer que la zanahoria será por fin definitiva. Por eso la publicidad nos somete a ese doble juego de convencernos de que no estaremos satisfechos hasta que realicemos el acto de consumo y, a la vez, no permitir bajo ningún concepto que esa satisfacción se produzca nunca. El publicista francés Frédéric Beigbeder, nihilista y anarquista, ha escrito que la insatisfacción es el alma verdadera del comercio: quien nos impone los estilos de vida a través de la comunicación no desea nuestra felicidad, por la simple razón de que la gente feliz no consume (Cf. F. Beigbeder, L’amour dure trois ans, Poche, Paris, 2001)»
La publicidad rentabiliza nuestra insatisfacción. Su negocio es nuestro infortunio. Juega con el noble deseo humano de la superación reduciéndolo a la triste ambición del público del trilero que persigue inútilmente saber dónde está felicidad convertida en una simple bolita debajo de un naipe.
La sociedad del bienestar se basa finalmente en la necesidad de que los ciudadanos estemos siempre lo suficientemente mal para querer estar mejor. O lo que es lo mismo: para que el estado de cosas actual, basado en un crecimiento infinito del desarrollo a través del consumo funcione, es necesario que la gente sea infeliz. Es lo que le hace decir al personaje de la película ―por cierto, extraordinaria― de Alessandro D’Alatri, Casomai, (en español: Comprométete): «De vez en cuando pienso que la infelicidad es la que produce beneficio y desarrollo. Dos que se separan dan trabajo a abogados y jueces, multiplican por dos el número de casas y de coches, multiplican el consumo. Cuando me siento infeliz, yo voy a comprarme un vestido rojo. La persona feliz consume menos».
Es, en definitiva, lo que decimos siempre : si vivir es consumir, acabaremos muriendo consumidos. ¡Qué triste !
Ciertísimo: las personas felices consumen menos.
La diferencia con las infelices, a mi juicio, es que las felices «son» ellas mismas. Y para serlo es preciso pensar. No es, la actual, una época que se distinga por la práctica del acto de pensar, que, por cierto, es una forma de gozo y una vacuna contra el vacío existencial. Ese vacío al que conduce inexorablemente la insustancialidad del «pensamiento» consumista.