Frente a las pantallas, al hombre contemporáneo le surgen cientos de oportunidades de ser solidario. Aparecen en ellas -y desaparecen tan rápido como han aparecido- miles de imágenes fotográficas o vídeos de los muchos conflictos y problemas que cada día genera la frágil convivencia humana en todo el mundo. Compartidas por otros internautas solidarios que se compadecen, vuelan por la red buscando a otros que se compadezcan con ellos, inundan los grupos de whatsapp, saturan los correos, incluso llegan a hacerse virales.
«El drama de los refugiados -decía el otro día el optimista filósofo Javier Gomá– no expresa el fracaso de Europa. De hecho, nunca ha habido una generación, una época histórica más compasiva. Pueblos enteros que en otra época no hubieran sino rechazado a otras gentes extrañas, con otras religiones y otras cultura, hoy se compadecen de ellas«.
Eso sí, desde el confortable sillón del salón y ante una taza de café; ante el protector televisor de plasma que me introduce el mundo en casa y, a la vez, me separa de él, y tras el seguro anonimato de la pantalla de cristal líquido del móvil o del ordenador en los que la compasión no me exige más que el esfuerzo sobrehumano de un clic o una caricia sobre el cristal y… a otra cosa. Así se convierten en virus, sí, pero sin contagiar nada, salvo quizá la parálisis del «yo ya he dado«.
De acuerdo: nunca ha habido una civilización más compasiva que la digital. Y menos eficaz. Y menos decidida para la acción.
José Mota, otro filósofo, nos lo cuenta muy bien en este sketch.
Usa la tecnología, no la consumas o serás consumido por ella.