Las cadenas de televisión, los medios, las tertulias suelen manejar como verdad incuestionable que no hay mejor expresión para determinar la calidad de un producto mediático que la sanción democrática de las mayorías: la chiquilicracia.

Cuarenta años de dictadura han cimentado en España la exagerada reputación de su antónimo y lo democrático extiende a su alrededor su dudoso prestigio de ser lo mejor de lo mejor para determinar lo que es mejor y en cualquier ámbito se invoca para tomar decisiones o santificar como inapelable cualquier estupidez.

Nos olvidamos de que el núcleo del sistema democrático tiene en la fuerza de las mayorías su grandeza, pero también su más grosera y peligrosa limitación. La democracia es válida en el terreno político como el mal menor que nos permite convivir. Mediante ese pacto que supone aceptar la práctica ¬―no la verdad― de que vale lo mismo el voto de un asesino etarra que el de una víctima, el de un académico que el de un ignorante, el de un violador que el de una ama de casa, hemos encontrado la precaria manera de no llegar a las manos y hacer que la cosa pública funcione de un modo más o menos inestable. Nada menos. Pero tampoco nada más. Es sólo un pacto, un acuerdo por el que de alguna manera renunciamos en ese ámbito a nuestra condición de personas para ser una vez cada cuatro años opinión pública.

Trasladar esa ecuación a otros terrenos de la vida como la familia, la educación o la cultura… es el principio del fin de cualquiera de esos ámbitos en los que la autoridad, el ejemplo, el estímulo de la excelencia son la energía imprescindible para su supervivencia. El amor, la imaginación, la comunicación, el aprendizaje, la creatividad, necesitan del esfuerzo, la disciplina, la tensión que sólo se encuentra en el encuentro con el tú. En estos ámbitos no se trata de la simple suma de individuos conformadores de opinión, sino del terreno riquísimo, complejo y arriesgado de la comunicación interpersonal. El terreno del talento, de la imaginación, la creatividad.

La palabra audiencia, además, mezcla su supuesto valor democrático con su carácter estrictamente comercial porque la audiencia es la mayoría que debe ser conquistada para obtener un beneficio económico. De ese modo, la perversión es aún mayor. La comunicación humana no es, no puede serlo, no debe serlo, una mercancía como otra cualquiera porque afecta profundamente a la vida y a la salud social de las personas. Una cosa es el interés del público y otra muy distinta el interés público. También las ejecuciones tienen su interés, pero no por eso se permiten (todavía) por televisión. Confundir la manipulación de los instintos con la sanción democrática del voto mayoritario es una forma viejísima de mezclar churras con merinas con el único fin de confundir.

No se deje engañar ni adular: cuando un programador afirme que el telespectador es muy sabio y elige lo que quiere ver, le están vendiendo gato por liebre, democracia por telecracia Chiquilicuatre o chiquilicracia. Y eso, además de destrozar la calidad de la programación, es muy peligroso para la democracia misma porque la confusión acaba convirtiendo la política en videopolítica, es decir, en espectáculo en el que son los votantes-audiencia los que dan el triunfo electoral, porque entonces los resortes para convencer a las mayorías dejan de ser los argumentos y las ideas para ser los mismos que se utilizan en el espectáculo mediático y de ese modo podemos acabar eligiendo a un Chiquilicuatre para que nos gobierne. ¿O lo hemos hecho ya?

Use la televisión, no la consuma o será consumido por ella.