En ese montón de periódicos viejos que pongo a secar en la cuerda del tiempo para que se descarguen de su rabiosa actualidad mediática, para irlos luego deshojando poco a poco, he encontrado a los Dinkis. Es un concepto sociológico concebido por la mercadotecnia que, olfateando como perro de presa las tendencias sociales del medioambiente simbólico en el que vivimos, suele definir con precisión e inteligencia los distintos perfiles del potencial consumidor y en general del mundo del consumo. Ellos lo utilizan para vender, utilicémoslo nosotros para entender lo bárbaro. Porque bárbaro es. Veámoslo.

Dicen que es el último modelo de familia. Una pareja joven, dinámica y heterosexual —algo es algo— que se caracteriza por —fíjense ustedes— tener dinero y retrasar o negar la llegada de hijos. Porque Dinki resulta del acrónimo forjado por el anglosajón «Double Income No Kids»doble sueldo sin niños―, o lo que es lo mismo: más ingresos, ninguna responsabilidad.

Son —me cuentan los papeles— individualistas, narcisistas, consumistas. Viajan. Compran tecnología. Se divierten. Se cuidan. Están bien. Tienen sus cosas. Van al gimnasio. Leen. Se miran al espejo y miran sus ombligos. Rara vez a los ojos o al futuro. Las cuentas separadas, por supuesto, con división de bienes. Y el perfume —en palabras de la columna de Erasmo— Egoiste de Chanel. Sus pisos —cómo no— de alquiler. Como su matrimonio, siempre provisionales. Pisos minimalistas, como sus corazones. Muy zen. Luminosos y funcionales. Sin llantos, sin pañales, sin agobios, sin risas y sin juegos. Sin futuro. De diseño, supongo, con estilo y vacíos. Son, efectivamente, pisos, apartamentos o locales, pero no son hogares.

Son —dicen— el último grito de lo matrimonial. Y es que hoy a cualquier grito le llaman matrimonio. Porque si en el caso del matrimonio homosexual lo malo no es que sea homosexual ―allá cada uno―, sino que no es matrimonio, en el caso de la familia Dinki lo malo es que no es una familia, sino la convivencia agradable y sensual de dos adolescentes treintañeros que ni siquiera hacen dos porque se quedan en conjunto que no llega a ser suma.

En la película Casomai de Alessandro D´Alatri se dibuja el matrimonio en la figura de dos patinadores: creación y belleza en un difícil equilibrio de cuchillas y hielo. Compromiso. Movimiento. Avance y retroceso. Lucha, equilibrio y entrega. Donación. Calor. Riesgo. Valentía. Y, sobre todo, vida. Vida que nace de ese morir un poco cada día el uno para el otro, el uno en el otro en una sola carne. Vida que da más vida. Una aventura cotidiana de generosidad y de esperanza, de fruto y de futuro.

Hoy —nos dicen los bárbaros— la verdad es una rara entelequia propia de intransigentes. Todo es según el color del cristal con que se mira. Es el relativismo. Lo mismo da nación que nacionalidad, matrimonio que apaño, churras que merinas. Sin embargo la familia, el amor no son moda. No se dejen engañar: uno con una, para siempre y abiertos a la vida. Al pan, pan y al vino, vino. Hay otras opciones, pero son otra cosa. Dinkis, Singles o Ninis, o cualquier otro bárbaro concepto, pero no matrimonio. Ni familia.