No es fácil trabajar en el mundo del consumo audiovisual. Para muchos, es una especie de utopía imposible de unos cuantos extraviados que se obstinan en algo así como atrapar el aire en frascos de cristal. No está mal traída la imagen porque, efectivamente, la condición aérea de nuestro producto de consumo nos lo pone difícil.

Es cierto que el consumo audiovisual no tiene una consistencia física, sino simbólica y que esto lo hace muy difícil de aprehender y fijar y que incluso lleva a que nuestros consumidores no sean conscientes en muchas ocasiones de que lo son porque ni siquiera perciben el uso de los medios como un acto de consumo. La complejísima red desde la creación del producto hasta su consumo. La difícil regulación de un proceso tan etéreo en el que entran en juego la libertad de expresión, el derecho a la información, el entretenimiento, la comunicación, la educación… La permanente evolución y cambio tecnológicos. Un consumo que penetra lo doméstico y cotidiano de tal modo que es extremadamente difícil objetivarlo. El peso del consumidor y su libertad en el consumo irresponsable o responsable del producto y, por tanto, en sus efectos nocivos o beneficiosos.

Pero esa aparente inconsistencia del producto y la complejidad del acto de consumo no conducen necesariamente al extravío porque es un hecho que el consumo audiovisual existe, el consumidor lo es y las Asociaciones tenemos por lo tanto sentido, al menos en tres niveles de trabajo.

Por un lado, consumimos «productos» objetivos, concretos elaborados por «fabricantes» que se responsabilizan de su producción o exhibición y por los que se les puede y debe exigir responsabilidades.

Por otro, la mayor parte del mundo audiovisual y multimedia se sustenta económicamente en la publicidad que existe por y para el consumo. Somos consumidores directos de productos audiovisuales pero también y, sobre todo, de publicidad generadora de consumos posteriores. Y, como señaló agudamente Echeverría en Telépolis, los productores audiovisuales no venden sus productos al consumidor. Su verdadero negocio es fabricar consumidores para vendérselos a los anunciantes. Es ahí donde obtienen beneficio. El producto audiovisual es el cebo en el que van envueltos los anzuelos de los anuncios con los que nuestro consumidor es, a su vez, consumido convertido en audiencia. Somos así, consumidores consumidos.

En tercer lugar, y este es un campo también difícil, pero muy importante, el uso de las tecnologías audiovisuales genera por sus características, una serie de efectos secundarios en la vida diaria de los consumidores que debemos saber identificar, desvelar, describir y, en su caso, minimizar para que no repercutan negativamente en su vida o en su libertad.

 Mientras tanto, usen las pantallas, no las consuman o serán consumidos por ellas.