Decíamos en la entrada anterior que la sociedad está empezando a despertar abandonando el ciberoptimismo irreflexivo que la ha dominado los últimos 25 años y dábamos cuenta de tres «acontecimientos» que anunciaban ese despertar social en la realidad (La denuncia judicial a las Grandes Corporaciones por parte de un colectivo de colegios), en la ficción (la publicación de Los Reyes de la Casa, de Delphine de Vigan), y en los ensayos científicos (Salmones, Hormonas y Pantallas, del epidemiólogo Miguel Ángel Martínez-González).
Hoy, EL MUNDO viene cargadito de realismo cibernético con tres reportajes, una entrevista y -atención- ¡UN EDITORIAL! Me permitirá el diario reproducir íntegramente al menos dos de ellos. Vamos con el editorial:
Adicción a las redes: la salud de los menores debe ser prioritaria
La solución no es prohibir, pero las autoridades deben extremar la vigilancia para proteger el bienestar de niños y jóvenes
La adicción a las nuevas tecnologías es un grave problema que ya está cebándose con numerosos niños y jóvenes. En casos extremos, como muestra nuestro reportaje de hoy en Papel, puede conducir incluso al suicidio. Las redes y los videojuegos tienen un aspecto positivo, al facilitar la comunicación y la creatividad, pero también pueden derivar en comportamientos obsesivos que impactan en las vidas de los adolescentes y sus familias.
La ciencia ya ha identificado diversos efectos nocivos de un uso excesivo o demasiado temprano de las pantallas. El consenso académico, en el que se basan administraciones como el Departamento de Educación de EEUU, recomienda limitar las tecnologías, incluso las pedagógicas, entre los niños más pequeños. Sin embargo, todo les llega cada vez más rápido: la edad media en nuestro país de un primer contacto con la pornografía es de ocho años, según alertó en 2021 la Agencia Española de Protección de Datos.
Pese a ello, España aún no cuenta con una regulación nacional contra la adicción a las tecnologías y su mal uso en jóvenes, como las que sí han impulsado Italia o Francia. La solución no es prohibir ni quedarse al margen de los avances de nuestra era, pero las autoridades deben extremar la vigilancia para proteger la salud de los menores.
No hace falta glosar la importancia de que un periódico nacional seleccione como tema de preocupación y análisis prioritario la toxicidad tecnológica. Aún queda mucho por hacer en esta tarea de concienciación, pero, como demuestran estos dos últimos post de nuestro blog, una nueva sensibilidad está naciendo ante la realidad de las consecuencias negativas del abuso que las grandes corporaciones tecnológicas hacen de nuestras vulnerabilidades. Quizá sea el momento de que las asociaciones como la nuestra arreciemos en la denuncia de lo que está pasando y adoptemos algunas medidas más drásticas que la de recomendar simplemente buenas prácticas.
Pero si el editorial es importante por significativo, he aquí el documento periodístico al que hace referencia el editorialista: una historia contada por Quico Alsedo que debería ser leída, trabajada, desmenuzada desde ahora mismo en las tutorías de todos los colegios desde 6º de Primaria en adelante y en todas las Escuelas de Padres.. No es ficción como Los Reyes de la Casa. Es real y estremecedora como la vida misma. No es teoría, opinión… Son hechos contados por los adolescentes mismos. Y muy bien contados. No tiene desperdicio. Hela aquí:
En el colegio de los niños adictos a la tecnología: «No podía ir a clase, ya no salía de mi habitación, tenía ganas de matarme…»
Unos 70 adolescentes cursan la ESO en Desconect@ Madrid, un centro pionero de desintoxicación digital. «El móvil me entendía, sabía cuándo estaba triste y cuándo contenta«, cuenta una alumna
Julia tenía 14 años cuando, en 2021, se dio cuenta de que su móvil, el aparato que sus padres le habían regalado un año antes, en segundo de la ESO, la entendía: «Sabía cuándo yo estaba triste y cuándo contenta».
En principio, ella no había querido meterse en Instagram o en TikTok. Algo se olía. Su cole, un concertado en el sur de Madrid, era «muy competitivo»: «A veces en los recreos los niños estudiaban en vez de jugar».
Pero la riada, lo que ella llama la «presión social», la terminó llevando al mismo epicentro de las redes sociales. Tal y como lo cuenta, Julia pasó a estar más dentro que fuera del móvil, ese objeto que de pronto se había revelado inmanente e intrusivo.
La cría se abrió un perfil de Instagram «un poco a rastras» y a rastras comenzó a subir fotos de sí misma: «También lo hacían mis amigas y si no parecía que te quedabas fuera». Al principio, fotos normales. Luego «más provocativas»… «Hacías lo que las otras: si había que ponerse un top, te lo ponías. Yo no quería eso, pero claro, cómo no iba a hacerlo…».
La ansiedad comenzó a asomar y Julia de pronto se encontró rascándose demasiado. «A veces me hacía heridas. O lloraba. O tenía ataques de ansiedad».
Ahí fue cuando descubrió que aquel chisme envuelto en una funda de plástico rojo parecía entenderla mejor que su propia familia: «Cuando entraba en Instagram o en TikTok, todo el rato aparecían cosas de depresión o de cómo hacerte autolesiones… Él sabía lo que yo quería y me lo daba todo el tiempo».
Y sí, estas empresas, que figuran hoy entre las más exitosas del mundo tecnológico, dicen intentar limitar la difusión de estos contenidos. «Pero todos los críos sabemos cómo saltarnos las normas, y las empresas saben que sabemos cómo», cuenta Julia.
Un ejemplo sencillo. Si escribes en ellas la palabra «suicidio» te saldrán contenidos para prevenirlo. «Pero la gente sabe cómo saltárselo: pones ‘su¡c¡dio’, con dos signos de exclamación, y ya está».
Rápidamente, como sucede todo, para bien y para mal, en esta sociedad digital, Julia fue adentrándose en un extraño bosque de exhibicionismos, competitividad y «distorsiones de todo tipo», donde nada era lo que parecía: «Hay mucha gente que conoces sólo por la cara… En realidad nunca les has visto de pecho para abajo. Y también mucha gente que dicen estar súper deprimidos, y que un día les conoces y ves que todo es mentira».
Todo era tan falso y volátil ahí dentro que «alguna gente usaba un filtro para colocarse autolesiones falsas y presumir de ellas». ¿Cómo? «Sí, mucha gente se colocaba en el cuerpo autolesiones que eran de mentira, como para hacerse los interesantes, para llamar la atención o no sé...».
Julia -el nombre es ficticio- comenzó a sufrir crisis y tuvo que abandonar el colegio. Se intentó suicidar en dos ocasiones: «Una vez subí al séptimo para tirarme y otra vez intenté cortarme las venas». Fue ingresada en el Hospital Gregorio Marañón de Madrid, donde le diagnosticaron trastorno bipolar.
Desde hace año y medio se rehace, con éxito por el momento, en el centro Desconect@ de Madrid. Es una de las 70 adolescentes que cursa ESO y Bachillerato en este chalet con jardín en la zona de Arturo Soria, junto con otros 50 que acuden por las tardes al hospital de día. Ella hace ambas cosas: clase y terapia.
Todos ellos están aquí porque, por sus dolencias, no pueden desarrollarse en un colegio normal. Y todos tienen lo que Marc Masip, psicólogo, jefe de todo esto y fundador del primer centro, en 2012 en Barcelona, llama «patologías duales»: «Por un lado tienen sus trastornos, que pueden ser de cualquier tipo: de la alimentación, hiperactividad, lo que sea… Pero por otro lado casi todos tienen una adicción a las nuevas tecnologías, a las pantallas, que se mezcla con todo lo demás y lo dispara, lo pone en otra dimensión».
Estos adolescentes son, desde su más tierna infancia, los nuevos adictos del siglo XXI. Los toxicómanos de la nueva «droga», porque así lo conceptualiza no sólo Masip y su equipo, sino la gran mayoría de psicólogos: los móviles, las redes sociales, los videojuegos.
Bienvenidos al colegio de los yonkis digitales.
José Domínguez, terapeuta y responsable de la ESO en Desconct@ Madrid, ha visto de todo. Por ejemplo, «un chaval de 12 años que, para no dejar de jugar al videojuego, por no salir siquiera de la habitación, meaba por la ventana».
No es apocalíptico en cuanto al poder destructivo de la tecnología -«puede afectar si no hay una base educacional sólida detrás»-, pero tuerce el morro cuando se le pregunta por la clave detrás de cualquiera de estos niños: sus padres.
«Les dan a los niños cada vez más independencia, y son conscientes de los riesgos de las pantallas, pero no están pendientes. Los padres muchas veces trabajan mucho y antes que discutir le sueltan el móvil al niño, con la excusa de tenerle localizado. Y luego pasa lo que pasa. Poner límites es fundamental para la labor de un padre»
Si se le repregunta se pone aún algo más sombrío: «Cuando nos llegan chavales con problemas, te vas a los padres y ves que tienen más problemas aún…».
Parece la persona adecuada para hacerle la pregunta del euromillón: ¿hasta qué edad es deseable mantener a un adolescente alejado del dichoso smartphone? «Para mí no hay una edad adecuada porque el desarrollo de las funciones ejecutivas es diferente en cada niño, pero desde luego tiene que haber una base educativa previa, unos límites. Lo que sí me parece muy importante es que la educación reglada se ocupe de esto, porque la sociedad tiene que ver que el mal uso es una puerta a la depresión y a tener problemas de salud mental: baja autoestima, problemas de identidad, incapacidad para las relaciones sociales, son críos que no son capaces de llamar por teléfono a otros, por ejemplo. Todo para ellos es la búsqueda infinita de la felicidad, que es una cosa imposible…».
José sale de la oficina en la que hablamos y al momento vuelve con Sergio, un chaval de casi 15 años, con el pelo teñido de caoba y una verborrea casi tan imparable como los videojuegos que estuvieron a punto de abducirle.
«Yo creo que tenía tres años cuando jugué al primero, era un médico que trasladaba a un paciente de un sitio a otro, recuerdo que el paciente iba sangrando, jajaja, era una risa», suelta a toda mecha. «Luego cuando tenía cuatro o cinco años mi tío me regaló su XBox y recuerdo que me compré el Minecraft, que era el que lo petaba entonces…».
Sergio es «un poco asperger» y por tanto «cuadriculado y obsesivo, pero muy funcional», dice José. Su caso es el paradigma de la adicción a los videojuegos
«Yo tenía 10 años y ya recuerdo que me gastaba todo lo que me regalaban en ‘skins’ para el Fortnite», cuenta. «Me dieron como 100 euros y me lo pulí todo en eso… Luego llegó el GTA, que era flipante…».
Y más tarde la pandemia, que disparó todo lo disparable, también en los más pequeños. «Ahí ya sí que no hacía otra cosa que jugar y comer metido en mi habitación. Me obsesioné», recuerda.
A la vuelta del confinamiento todo comenzó a emerger. «Al volver al cole en mayo, el primer día me dio un ataque de ansiedad, y al segundo también. Recuerdo que estaba en casa de mi abuela, que me dejaban allí antes de ir al cole, y me puse a llorar y le dije a mi madre que necesitaba ayuda».
Sergio comenzó a acudir a un psicólogo que, sin embargo, no supo dilucidar lo que los videojuegos suponían para él: «Qué va… En la Navidad de 2021 mis padres, que son los dos médicos, él oncólogo y ella pediatra, me compraron un ordenador muy potente para jugar… Y en Semana Santa ya no podía ir al colegio, estaba fatal. Ya no salía de mi habitación… También tenía ganas de matarme…» -esto último lo dice con la boca muy pequeña-.
Llegó a la clínica y estuvo seis meses sin pantallas antes de que le devolvieran el móvil. No sin conflictos: «Lo pirateé para poder jugar, y me lo volvieron a quitar. Pero bueno, ahora estoy bastante mejor, sé dónde están los límites».
¿Dónde quiere estar en 10 años? Asoma aquí ese narcisismo por un lado tan propio de la adolescencia, por otro tan inseparable de los entornos digitales y de la épica barata de las redes sociales: «Quiero ser importante, hacer cosas grandes, seguir mi camino».
Marc Masip, responsable último del centro: «Si todavía no sabemos con certeza qué implica el uso de tecnología en adultos, imagínate en adolescentes. Es necesario que se promulguen leyes para poner coto a todo esto, pero leyes estatales. Francia, por ejemplo, va a limitar el acceso a pornografía en internet a mayores de 18. En España las encuestas dicen que el primer acceso al porno es incluso a los ocho años. Hay que legislar, pero no lo que hacen las familias, sino las tecnológicas. Se sabe que el scroll infinito es extremadamente adictivo, se sabe que se puede insultar en las redes sociales sin límite, se supone que Instagram y Meta no pueden ser utilizados por menores de 16 años según sus propios códigos deontológicos, pero todos sabemos que eso se incumple…».
Volvemos a Julia y a sus 16 años. «Dejar de autolesionarme me costó un montón, al final lo haces para sentir el dolor y concentrarlo en un sitio, pero dura tan poco que quieres más y más… Aquí por una herida mínima te vendan la mano entera», dice sonriendo, y José a su lado asiente furtivamente.
«Cuando veo que me va a dar la ansiedad, me levanto de clase y salgo. Y me pongo a correr por el patio, que a veces sale un profesor detrás de ti… También uso mucho el Vicks Vaporub, porque el olor me saca de donde estoy… Es verdad que aquí, en el colegio, he rehecho mi vida. Quiero estudiar Arquitectura o Matemáticas, que me encantan. Yo ya no tenía amigas de verdad, y aquí sí, aunque es verdad que a veces se montan líos, porque claro, cada niño o cada niña tiene lo suyo…».
Internet y el móvil los pisa «muy poquito». «Sólo para ponerme música cuando vengo para acá, o para llamar a familia que tengo lejos», dice. Pero a poco que se acerque el peligro enseña la patita: «El otro día me salió un anuncio de cosas que necesitas en tu estuche, y una era como una espumita super mona, verde, que en realidad era un cúter».
Marc Masip: «Por medio de estos chicos estamos aprendiendo que hoy por hoy tenemos dos vidas: la real y la digital, y cuanta más distancia haya entre ellas, más frustración sentiremos. Y la frustración tiene dos amigas inseparables: la depresión y la adicción».
Aún hay más, pero lo dejamos para el post siguiente. Hace falta digerir bien lo que nos han contado en este.
Referencias