No estamos solos. Rescato de la prensa de papel de esta semana un par de testimonios que ponen de manifiesto dos rasgos tecnológicos de los que hemos hablado aquí alguna que otra vez. Son, para mí, siempre, pequeñas joyas que se enfrentan al pensamiento único del ciberoptimismo medioambiental en el que vivimos.

El primero de ellos se titula WhatsApp y lo escribe una paisana zaragozana que firma como Ana Ángeles Fuertes Sanz una carta al correo del lector del XLSemanal, cuyo cartero, Lorenzo Silva, siempre tiene una especial sensibilidad hacia los efectos de la tecnología en los usuarios. Nos dice Ana:

    «Mi WhatsApp dejó de funcionar hace mucho tiempo, justo antes de que el mundo empezara a regirse por esta nueva forma de comunicarnos. La falta de tiempo para formaterar el móvil y la extrañeza de lo que iba sucediendo a mi alrededor hicieron que no volviera a instalarlo. Poco a poco fue viendo cómo amigos que a veces me llamaban o me mandaban un mensaje iban desapareciendo. “Como no tienes WhatsApp…”. Hubo fines de semana sin llamadas ni mensajes ni ningún tipo de contacto. Me fui dando cuenta de cómo el WhatsApp nutría nuestra necesidad de pertenencia al grupo y, una vez que estaba así cubierta, las llamadas se iban quedando postergadas. Se acabó el tiempo de : “Me acuerdo de esta persona, qué será de ella, voy a llamarla…”. Ha sido un tiempo fértil el tiempo sin WhatsApp. He ido haciendo limpieza de armarios y de amigos. Lo maravilloso de esto ha sido saber de los verdaderos amigos. De los que me llaman y a los que llamo, pese a no tener WhatsApp”, de los que siguen estando ahí en el momento más necesario, o simplemente están y estoy con ellos. Un tiempo de criba. A todos ellos, los que me quieren sin WhatsApp, les agradezco este tiempo compartido. Ahora sé más que nunca quiénes son mis verdaderos amigos. ¡Gracias WhatsApp!».

En ella pone de manifiesto haciendo de la necesidad virtud, algunos de los daños colaterales más sutiles de este magnífico servicio de mensajería instantánea. Porque WhatsApp es una maravilla que permite conectar a cualquier usuario con cualquier otro de cualquier parte del mundo en tiempo real intercambiando mensajes de texto, de voz, imágenes y vídeos. Una aplicación de enorme utilidad que se ha generalizado tanto que yo diría que constituye el medio de comunicación más masivo utilizado hoy en España por usuarios de todas las edades a través del teléfono móvil. El insaciable apetito de comunicación que hay en el corazón humano –y más si es un corazón humano mediterráneo– ha encontrado en él –como en el resto de las tecnologías de la comunicación– un vehículo de extraordinaria eficacia juntando para beneficio de todos  –sobre todo de sus creadores que lo vendieron a Facebook por un dineral– el hambre con las ganas de comer.

Pero como toda tecnología, junto con esa eficacia de aproximación y contacto, produce en los usuarios algunas turbulencias aparentemente inocuas, pero, en realidad, de gran calado. La más directa, como siempre, la esclavitud de la conexión permanente que en el mejor de los casos llega a ser una insoportable servidumbre a las alarmas de los mensajes recibidos que reclaman insistentemente nuestra atención distrayéndola del presente inmediato. En el peor, esta conexión tiene un fuerte componente adictivo que lleva al usuario a depender aún más del smartphone al que ya está completamente esclavizado como demuestran los casos descritos de nomofobia (no mobile phobia). Entre muchos de mis alumnos adolescentes, además de conectarlos 24 horas 7 días a la semana, consultar el WhatsApp constituye el primer y el último gesto del día; les mantiene permanentemente unidos, pero también distraídos de la necesaria concentración para cualquier tarea que la exija; están conectados, pero también privados del imprescindible alejamiento diario de sus iguales para intentar ser ellos mismos mediante la confrontación con su familia, o simplemente con el silencio que conduce a la reflexión. 

Pero, como pone de manifiesto Ana en su carta, entre ellos –los adolescentes–, pero también entre los adultos,  WhatsApp está produciendo, por una parte, un alejamiento progresivo de lo que hasta entonces habían sido las fórmulas habituales de relación a través del teléfono, lo que resulta devastador en la adquisición de habilidades sociales por parte de los adolescentes en fase de adquirirlas o en la rápida pérdida de las ya adquiridas por parte de los adultos que dejan de ejercitarlas.  Por otra, en unos y en otros y de rebote, produce también la exclusión de la pertenencia al grupo de aquellos que por imperativo o por convicción, no utilicen este servicio de mensajería. Hay que estar porque si no estás, no existes. Y no existes porque el uso del WhatsApp no es una opción neutra, sino excluyente que acaba desplazando paulatinamente a cualquier otra forma de comunicación a distancia más exigente.

Es interesante indagar cómo se produce este cambio. Por un lado, la comodidad del mensaje instantáneo, que no nos exige enfrentarnos a los riesgos de la comunicación oral directa con el interlocutor, nos lleva rápidamente a acostumbrarnos a soslayarla eligiendo siempre la protección del texto escrito en la pantalla para comunicarnos, aun cuando sepamos que lo realmente adecuado sería realizar la llamada telefónica personal. Nuestra fragilidad psicológica es tal que la conversación telefónica  a la que hasta ese momento estábamos socialmente acostumbrados– se nos aparece como una tarea difícil y exigente que no somos capaces de afrontar.

La llamada telefónica, en efecto,  era ya una intermediación tecnológica que a la vez que nos permitía comunicarnos con el que no estaba o era inaccesible a la comunicación presencial directa, también nos descargaba del peso de la conversación presencial cara a cara. El teléfono fue un invento magnífico que nos ha permitido comunicaciones imposibles, pero siempre con un coste de pérdida y empobrecimiento de la comunicación personal que le impidieron convertirse en un sustituto de la presencial: uno siempre sabía que estaba utilizando una herramienta útil, pero no equiparable a la presencia humana real; un sucedáneo que aunque nos ofreciera ya la comodidad del disimulo, nos permitiera fingir con más facilidad, simplificara enormemente las exigencias de la existencia de la mirada,  nos situara en un plano de protección al ocultarnos de la vista de nuestro interlocutor,… era utilizado sobre todo por su utilidad práctica sin que nos planteáramos reducir con su uso nuestros contactos personales directos.

Además, si bien el teléfono nos priva de la riqueza de la expresión de la presencia de toda la persona,  nos exige todavía un número de habilidades sociales mucho mayor que el texto y, por tanto, un mayor esfuerzo. Al ser todavía una conversación presencial –no en el espacio, pero sí en el tiempo– el teléfono conserva todavía muchos de sus rasgos y sus riesgos:  nos pone aún frente al otro en vivo y en directo; nos obliga a expresar instantáneamente lo que pensamos o sentimos sin la protección del tiempo de respuesta que te da el texto escrito; nos mantiene en la desnudez de nuestras reacciones ante lo que el interlocutor nos puede decir en un momento dado; nos obliga a estar expuestos a la escucha presencial del otro que, aunque menos penetrante que la mirada, es capaz de captar los miles de matices de la entonación, las pausas, las interrupciones, los balbuceos, las dudas,… que revelan lo que tenemos en nuestro interior haciéndonos vulnerables.

Nada de eso ocurre con el mensaje de texto. Por eso acabamos eligiendo siempre el WhatsApp. Algunos de mis alumnos confiesan que no llaman nunca a nadie por teléfono y que se sentirían tan inseguros que no sabrían cómo hacerlo. Algunos otros, en la conversación cara a cara, no hacen sino balbucear simplemente por la falta de costumbre.

Todo esto cuando el WhatsApp es un tú a tú del mensaje privado. Pero su frecuente estructuración grupal, que le hace óptimo para poner en común información relevante para varias personas con intereses comunes y que propicia la conexión familiar, laboral, asociativa, etc…, sin embargo, aún fragiliza más la comunicación interpersonal. En el grupo, la comunicación se aproxima mucho a la de un patio de vecinos, un guirigay en el que todo fácilmente se trivializa y se hace banal. Los mensajes y las respuestas se entrecruzan con los mensajes y respuestas de otros. La simplicidad a la que obliga la microcomunicación impuesta por el medio, no agudiza el talento de la síntesis, sino que favorece la pérdida de profundidad de modo que rara vez se comparten pensamientos, sino eslóganes, chistes, dimes y diretes y, cuando finalmente las palabras se sustituyen por la simpleza expresiva de los emoticonos que, lejos de ser imágenes reflejo de emociones son recursos que empobrecen aún más el lenguaje hasta rayar en el infantilismo más memo, la cosa se acerca peligrosamente en ocasiones a la estupidez. Las fotografías, las cadenas del “pásalo”, los vídeos virales, las interminables felicitaciones de onomásticas, partos o cumpleaños en las que te ves obligado a participar si no quieres significarte por tu ausencia y que obligan al felicitado a un goteo interminable también de respuestas de agradecimiento, hacen que los mensajes se conviertan en un masaje apabullante de distracciones inútiles señalizadas por el símbolo circular verde y blanco que aparece llamando nuestra atención en la pantalla de la que nadie quiere –y a veces ni siquiera puede- perderse nada.

En definitiva, una excelente herramienta de comunicación, para el que sepa usarla. Una fuente de distracción, dispersión, saturación, banalidad y adicción para el que termine siendo su esclavo. Y un riesgo de desplazamiento de los hábitos de comunicación más personales para todos. A lo mejor nos vendría bien  un tiempo de criba como el de Ana para hacernos conscientes de lo que nos aporta y de lo que nos quita.