A mi comentarista favorito no le quedó claro que la imagen no es nada más que imagen y no realidad. Le pareció exagerado e incluso injusto que adjetivara a las imágenes televisivas de pescado frente a la vida que representan que sería el pez. Le pareció, en definitiva, exagerado e injusto que contrapusiera vida y televisión.
Aprovecho su discrepancia para incidir en esa característica de la televisión que forma parte de su naturaleza, de su ideología, y que influye poderosamente en nosotros, los usuarios. Una característica que tiene como primer rasgo su transparente opacidad: la visión de las imágenes nos hace olvidar la presencia del cristal a través del cual las vemos, de modo que acabamos confundiéndolas con la realidad misma.
Decía yo entonces que todas las imágenes pertenecen a esa misma categoría de elementos que sustituyen a la realidad que representan. Imagen procede del latín imago, imitación, figura, representación, semejanza, simulacro, idea, apariencia, sombra. De la misma familia ideológica son imaginar, figurar, figurarse, representar, idear, recrear, imitar… La imagen imita la realidad representada, pero no es la misma realidad. Es una realidad nueva, distinta de aquella que no tiene como función ser vivida, sino ser mirada. Es un objeto simbólico que, a través de nuestra vista, se instala en nuestro pensamiento formando parte de esa materia atmosférica interior que hemos venido a denominar en este blog medioambiente simbólico. Ya decía Sartori citando a Cassirer que el hombre, desde el lenguaje, es un animal simbólico. Todo lo convertimos en símbolo para poderlo aprehender, para apropiárnoslo, para hacerlo pensamiento, para hacerlo nuestro. Pero mientras las palabras son signos abstractos sin ninguna relación con lo que significan, las imágenes son símbolos icónicos que están íntimamente ligados a su representación: cuanto mayor es el grado de iconicidad, mayor es el grado de confusión entre lo representado y su representación.
Palabra, logotipo, esbozo, dibujo, fotografía… son distintos grados de iconicidad desde el cero hasta la realidad misma. La iconicidad es altísima, por ejemplo, en el cine en el que nos cuesta mucho trabajo desligar al actor de su personaje: los confundimos, los identificamos y los mitificamos y de ahí la estrella y los millones de euros que pagamos por verla.
El cine “miente”. También lo hacen la fotografía y la pintura. Pero es una mentira asumida, convencional tanto para el emisor como para el receptor. Aceptamos esa mentira dejándonos “engañar” por ella para que nos descubra las caras ocultas de una realidad a las que no podemos acceder con nuestros propios ojos. La ficción y el arte, construyen engaños para desvelarnos verdades.
La tele también miente, pero doblemente porque, al revés que el resto de las imágenes, se disfraza de verdad: en vivo y en directo, así ha sido y así se lo hemos contado. «Lo he visto o lo han dicho en la tele», dice el telespectador para confirmar la verdad de su afirmación. «Anunciado en televisión» resalta la etiqueta que pretende prestigiar, dar valor, autenticidad, al producto porque la tele es la foto en la que si no sales no existes porque no eres del todo real. Lo malo no es que mienta, sino que afirme que dice la verdad.
Mi hermano se marcha a París a vivir el Roland Garros. Tú habrás estado viendo a Nadal contra Federer en el salón de tu casa o en la pantalla de tu ordenador. No es la misma experiencia. La textura de la realidad no tiene nada que ver con su imagen en directo. Vivir la realidad supone estar en ella. Percibirla desde los cinco sentidos. Habitarla.
Son experiencias distintas.
Pez y pescado.
Vean televisión, no la consuman o serán consumidos por ella.