Hablábamos en el último post de la necesidad de roce para que algunas cosas tengan sentido y sean verdaderamente humanas y de cómo la intermediación tecnológica elimina resistencias y barreras, pero, con ellas, se lleva también a menudo el roce necesario que llevan consigo.
Hoy traigo dos artículos que de una u otra manera abordan el mismo tema.
Por un lado, la web Intramed, dedicada a recopilar noticias de interés médico científico, se hace eco de una noticia que ha circulado por diversos medios globales (The Guardian, Clarín, El País…) con un titular casi tan escandalosamente sorprendente como el clásico «hombre muerde a perro»: “El sexo ya no atrae a los jóvenes en Japón”. Veamos.
Aumenta, al parecer, en Japón la cantidad de personas que viven solas; se produce un descenso muy notable en el número de personas menores de 40 años que no salen con nadie o que incluso han perdido todo interés por el sexo; casi la mitad de las mujeres entre 16 y 24 años manifiestan un total desinterés por las relaciones sexuales y lo mismo un cuarto de los hombres en la misma franja de edad; una psicóloga sexual señala que «los sexos, sobre todo en las grandes ciudades japonesas, “se alejan uno del otro” […] muchos recurren a la gratificación fácil o instantánea del sexo casual y a la tecnología: porno online, “novias” virtuales, animé… De lo contrario, se abstienen y reemplazan el amor y el sexo por otros pasatiempos urbanos»; hay una auténtica crisis de natalidad en una población que no deja de disminuir y envejecer desde hace años (ya se venden más pañales para ancianos que para niños).
Es evidente que tras este fenómeno sociológico hay mucho más que ese recurso fácil al sexo tecnológico. Pero es interesante plantearse a su estela si no estaremos ante un primer síntoma en el país supertecnologizado del sol naciente que puede que se vaya manifestando después en el occidente del que es en muchas cosas precursor. Es interesante preguntarnos si la hipersexualización del consumo, que se concreta fundamentalmente en la cultura de la imagen y en todo tipo de formatos y soportes, banaliza y satura ya el mercado de tal modo que se empieza a producir un cansancio, un hartazgo, que acaba por hacernos rechazar el instinto primario en el que se apoya para venderlo todo. «Dejé de salir hace tres años. No extraño los novios ni el sexo. Ni siquiera me gusta que me tomen de la mano», dice una joven japonesa citada en el artículo.
Pero también llama la atención que en la noticia aparezca de nuevo la tecnología como sucedáneo virtual preferido para sustituir al mundo físico con sus apasionantes, imprescindibles, pero molestas y arriesgadas resistencias.
La terapeuta sexóloga dice con una extraordinaria cortedad de miras que «el sexo con otra persona – de piel a piel, de corazón a corazón– es una necesidad humana que produce hormonas de bienestar y contribuye a que la gente funcione mejor en la vida cotidiana». Es mucho más que una necesidad productora de hormonas, de bienestar y de productividad. Es, como toda comunicación interpersonal, lo que da sentido a la vida humana creada para el encuentro con los demás, la entrega a los otros y el amor, sin los que cualquier acto humano se queda insignificante, es decir, sin significado.
Y, sin embargo, como dice Jordi Soler en otro artículo muy recomendable de El País, los sucedáneos tienen eso: pueden ser más descafeinados y menos intensos, pero son más controlables que el original y más cuando se refieren a algo tan frágil y a la vez exigente como lo humano. «Los hombres del siglo XXI, inmóviles frente a una pantalla de ordenador…–dice– disfrutan de una realidad mejorada, más precisa y brillante, esa realidad que los que seguimos con un pie en el siglo XX nos empeñamos en llamar “virtual”, sin darnos cuenta de que ya empieza a ser más real que la realidad, digamos, clásica.»
El cigarrillo electrónico en vez del humo real; en lugar de la memoria cerebral, los gigabytes del ordenador; miles de fotografías en la nube en vez del álbum de fotos; la misma forma de mirar el mundo a través de un objetivo digital de una cámara o un teléfono en vez de mirar simplemente y recordar; los lifeloggers que con una cámara al cuello o puestas las fallidas gafas de Google van registrando aquello que supuestamente viven cada día para luego revivirlo en una vida virtual paralela… Pronto –añade–todo sucederá exclusivamente a través de las gafas o las cámaras y sin embargo, a pesar de su virtualidad, sucederá. Pronto la vieja máxima de lo veo y no lo creo dejará de tener finalmente sentido porque lo que nos estamos preguntando ya desde hace mucho tiempo es si realmente existe lo que vemos.
Termina Jordi Soler con una elucubración literaria, pero interesante en torno a la desaparición, junto con la experiencia física del sexo y de la vida, del mismo pensamiento. El sucio, caótico, desordenado y humano pensamiento, que se apoya en la caprichosa y tornadiza memoria del hombre que no necesitará ni podrá pensar en lo que vive ocupado como estará continuamente sólo en mirarlo en lugar de vivirlo.
Porque no sólo dejaremos de vivir nuestra vida para dedicarnos a mirar cómo viven los demás, tal y como nos empezó a ocurrir en la era televisiva, sino que dejaremos de vivir para ocuparnos en capturar y construir una imagen aumentada, más brillante, más pura, más definida, reconstruida tecnológicamente de nuestra propia existencia. ¿Para qué queremos el sexo, es decir, para qué necesitamos a los demás, si podemos vivirnos más eficazmente, más tecnológicamente, solos con nosotros mismos?
Referencias:
Muy interesante. Vivir va a acabar consistiendo en utilizar los dedos pulgares.
Ya sabes, Amanda, que cuanto más listo es el ordenador, más tonto y limitado se puede volver el usuario.
Lo que plantean los dos artículos me ha sugerido un mismo título: «El hombre empantanado«. No veo la causa del fenómeno descrito para el sexo en Japón y occidente, tanto en un «hartazgo tecnológico» cuanto en que quienes lo sufren sean seres humanos «empantanados» en su desarrollo personal. Una de las consecuencias más fáciles de advertir en la personalidad de quienes viven incorporados en las tecnologías es, precisamente, la despersonalización de sus vidas, la ausencia de rasgos peculiares o propios en sus conductas sociales. Es clara, en este sentido, la creciente «normalización» utilizada en nuestras comunicaciones. Dicha «normalidad» se determina por dos hechos fundamentales: el propio diseño de la herramienta tecnológica -que por ser determinado se hace determinante-, y nuestro empleo exclusivo de la misma en detrimento de cualquier otra forma de comunicarnos. Sin duda, una existencia «estandarizada», aséptica, sin roces ni riesgos, sin intercambios, sin entregas ni renuncias, una vida hecha desde la soledad, es una vida «sin hacer». El «yo virtual» así obtenido no constituye un «yo cosa», es decir, un «yo real». El asunto no es menor, porque si no somos «cosas reales» nada podemos operar sobre nosotros que nos conforme como tales. Y no es temerario pensar que el hombre, una vez incorporado -encarnado, como has dicho con fortuna en algún post reciente- en las tecnologías, no sienta, tal vez, esa necesidad: la de hacerse real. De ser así, la dimensión humana del intercambio sexual carece de todo sentido, se torna enojosa en extremo y la prolijidad de su celebración encierra tal potencial de problematicidad psicológica que la hace en extremo evitable. De otra parte, una vez ya «consumidos» (destruídos, extinguidos) como personas por nuestro consumo de medios («Vean la televisión, no la consuman o serán consumidos por ella«), es lógico que nuestros modelos se hayan tornado exclusivamente paradigmáticos y ajenos a toda diversidad de la vida real. No hay en el cibersexo malos olores, por ejemplo, ni resbaloso sudor, ni necesidad de fingir, enojarse, «quedar bien», dar la talla, ser amable o brutal, «compararse», impacientarse, sentimiento de inferioridad, engañamientos, sacrificio, generosidad, remordiendo ni culpa, entrega ni, por supuesto, la menor traza de ejercicio de esa potencia que obstinada persiste demandante en nuestra alma, a la que llamamos amor. Riesgo cero, vida humana cero. Primaria, instintiva o animal, infinita. Lo explicas muy bien en el post. El hombre está estancado, preso en las arenas movedizas de la perfección tecnológica alcanzada, desvitalizado, insufriente, irreal, inhumano. Podrá elegir a placer, cada vez, su impostura sexual: sus «ciberlovers», sus fantasías, sus tendencias, sus prácticas incluso si son éstas de las consideradas médicamente desviaciones aberrantes, … ; podrá, sin duda, «vivirlas» cada vez con mayor perfección técnica, en 3D, por la calle, gafas caladas, espasmos en ultra sourrrund, … pero no conseguirá nunca, por el placer así obtenido, ser feliz. Existe un libro que describe cómo la soberbia humana fue castigada confundiendo las lenguas (incomunicando); hoy parece que la soberbia tecnológica del hombre está siendo castigada de la misma manera.
José Luis
Una existencia sin roces, sin renuncias, sin resistencias, sin contacto, sin riesgo, … no es que no sea real, sino que, como dices, es una vida sin hacer. Y es cierto que la perfección aséptica de lo tecnológico que permite la desaparición del esfuerzo que supone vivir (malos olores, por ejemplo, ni resbaloso sudor, ni necesidad de fingir, enojarse, “quedar bien”, dar la talla, ser amable o brutal, “compararse”, impacientarse, sentimiento de inferioridad, engañamientos, sacrificio, generosidad, remordiendo ni culpa, entrega ni amor) es una tentación que irá en aumento a medida que la tecnología perfeccione la calidad de los sucedáneos. Lo malo, como dices, es que persiguiendo esa distracción divertida y placentera, ese placebo de vida, nos alejaremos cada vez más del disfrute de la felicidad que buscamos y que sólo existe en la complicada, difícil y caótica existencia real.
Es uno de los muchos caminos de análisis de lo tecnológico que poco a poco iremos profundizando más y más en el blog.
Gracias, amigo.
Permitidme que insista: Roce, Resistencia, Realidad. Como en el post anterior. Cada vez el blog va afinando más en el análisis subterráneo de los efectos del exceso tecnológico