En un artículo publicado en la revista Acontecimiento, Joseba Bonaut, nos advierte, a propósito de la excepcionalidad de la película francesa De dioses y hombres, de que la superficialidad estética se ha adueñado del mundo contemporáneo.
Como muy bien apunta Bonaut, uno de los efectos de esta irrupción de lo superficial en la estética contemporánea, es la desaparición de lo trágico. La tragedia está en el centro del destino humano y siempre ha formado una parte esencial de su contarse el mundo a través de la narración.
Los acontecimientos de la vida relacionados con la enfermedad, el dolor y la muerte se han convertido en tabúes sociales. A los niños se les evita asistir a funerales y visitas de enfermos mientras los cuentos políticamente correctos son higiénicamente depurados de elementos funestos y dolorosos. Se les oculta la realidad de la tragedia vital considerándoles incapaces de afrontarla y se les construye un imaginario narrativo blando y edulcorado en el que la ausencia de lo funesto les impide conjurar, comprender y contextualizar sus miedos para madurar y crecer.
A los adultos se nos proporciona la ayuda de psicólogos para afrontar lo que hasta ahora había sido una parte fundamental de la vida: la realidad de la muerte; se nos ofrece como derecho inalienable el acceso a un continuo bienestar material; se nos sugiere que todo lo que nos ocurre tiene un directo culpable al que pedir responsabilidades que nunca somos nosotros mismos ―la desaparición de la culpabilidad, ligada a la desaparición de la tragedia, es otro hecho realmente trágico―; se impone la idea de que la salud es la ausencia de todo mal y las consultas médicas se llenan de menudencias imposibles cuya desaparición se exige con aire inquisitorial al profesional sanitario que es visto como un mago, un demiurgo con bata blanca.
Y el cine, nos dice Joseba ―que tradicionalmente, como su antecesor, el teatro, ha tenido entre otras funciones la de “purificar” al espectador haciéndole sufrir, mostrándole la verdad, enfrentándole con la tragedia― en los últimos años «ha quedado obnubilado por la falsa atracción de la imagen y se ha olvidado de su función más digna: cuestionar al ser humano. La superficial experiencia del final indoloro, la realidad maquillada ―el puro espectáculo visual añadiría yo― y la evasión protectora han reforzado el desconcierto general».
«Verdad, Bondad y Belleza» son las tres caras del prisma que nos da sentido. La existencia de la Verdad ha sido dinamitada por el relativismo. La Belleza ha sido falseada por la preeminencia de la imagen. El exceso del ver condiciona nuestra «visión del Mundo» y esta es esencial para configurar nuestra escala de valores, para entenderlo y entendernos en nuestra relación con los demás; para, en definitiva, fundamentar una idea de Bondad. Como hemos dicho aquí muchas veces, el ser humano se tambalea cautivado por las imágenes; cegado por su exceso de fosforescencia es incapaz de vislumbrar la luz de la Verdad y la esperanza de la Bondad.
Hoy el medioambiente simbólico es soft, light. Sin embargo, la vida es misterio y el misterio limita y engrandece nuestra vida obligándonos a vivirla en libertad, construyéndonos en la toma decisiones, forzándonos al riesgo de equivocarnos y aceptar nuestro destino y nuestra responsabilidad inevitablemente trágicos.
«La salud es la esencia de todo mal»; el pensamiento postmodernista que nunca parece acabarse, el paganismo en forma de bandeja. Como tabú de que sólo vale lo joven y bello y lo caduco no merece ni el valor de la experiencia…
No sé si cambiaremos. Hoy estoy escéptica.
Nos protegemos de todo mal como si eso nos fuera a librar del mal.
La pérdida de la culpa, eso sí que ha sido un torpedo a la línea de flotación de nuestras naves. Es como vestir una única túnica durante toda la vida y no poder limpiarla cuando la manchamos.
Lo dicho, amigos: trágica conversión en entremés de la Comedia Humana.