Gregorio Luri hace en TheObjetive.com un elogio de las redes y, por extensión y sobre todo, de la red que, dada la categoría del pensador al que sigo desde hace años con interés, necesita de una respuesta que afine algunas de sus afirmaciones que, de otro modo, viniendo de quien vienen, pueden resultar ligeras, superficiales o incluso engañosas para muchos padres y educadores muy preocupados por la influencia de las pantallas.
Lo primero que habría que decir es que las redes y la red no necesitan ser elogiadas. Lo han sido y lo son de manera continuada desde su nacimiento hace veinticinco años por parte de un ciberoptimismo desbordante que las recibió con un entusiasmo irreflexivo calificando cualquier postura de distanciamiento crítico de demonizadora. «Parece de buen tono despotricar contra las nuevas tecnologías en las redes sociales», nos dice. Se debe referir a cierto ámbito pedagógico o intelectual que yo desconozco porque aún hoy, y bajo el paraguas genérico de la ‘digitalización’, desde la empresa hasta la escuela, pasando por la familia, su omnipresencia y su dominio son absolutos y su discernimiento crítico mínimo. No parece trending topic su cuestionamiento en la red como para calificarlo de crítica a la moda. Aunque sea cierto que, desde hace cinco años, el número de libros y estudios dedicados a su análisis crítico ha ido creciendo, –si bien mucho más despacio que el destrozo que han producido sus efectos– lo que necesitan todavía es mucha desmitificación.
Las redes, continúa Luri, «se han convertido en la nueva plaza pública» en la que estamos todos incluidos. «Nada nuevo bajo el sol», añade refiriéndose al cambio más potente que se ha dado en el mundo después de la invención de la escritura y de la imprenta. Estoy con él en que el calificativo ‘revolucionario’ que se aplica alegremente es del todo inexacto, sobre todo porque lo que consigue una vez más es prestigiar lo digital, pero ya lo creo que hay algo inédito e incomparable bajo el sol: es algo totalmente nuevo, por ejemplo, que unas cuantas compañías con más poder económico que cualquier Estado de la ONU y más poder político que cualquier régimen totalitario sean las creadoras, dueñas y controladoras de esa supuesta plaza pública; es algo muy novedoso que en esa plaza pública la ausencia de la presencia física, el anonimato y la facilidad del clic produzcan la desaparición de la empatía y la degradación en la conducta de muchos de sus pobladores; que la mentira disfrazada de posverdad, las cuentas falsas, los bots, los trols, las fakes… se hayan adueñado del discurso público sin que nadie pague por ello, es una novedad tremenda; es también sorprendentemente nuevo que se hayan diluido los contornos de lo público y lo privado de tal modo que la ausencia de privacidad comprometa el espacio necesario para la libertad individual; que los algoritmos nos introduzcan en burbujas informativas que polarizan nuestro pensamiento como nunca antes había ocurrido es también algo nuevo; que el consumo de pornografía se haya convertido en una pandemia generalizada es también un fenómeno novísimo…
El padre de Luri, agricultor, a las 11 de la mañana fumaba un pitillo con el vecino de linde mientras su hijo a esa hora se había conectado ya con decenas de personas de España y del mundo poniendo de manifiesto la eficacia tecnológica a la hora de acercarnos lo lejano mientras nos aleja cada vez más y en muchas ocasiones de lo próximo. D. Gregorio pone de manifiesto entonces el enorme aporte de riqueza de la red para su propio mundo personal y académico: conferencias telemáticas, eventos digitales, libros imposibles de escribir sin la red, nuevas y profundas relaciones personales y de amistad, acceso a informaciones imposibles, viajes, «acceso el arte etrusco, la poesía bizantina, el cultivo de la rúcula en Indonesia o buscar una exótica receta de cocina para innovar en el arte de cocer un huevo», o incluso el hecho de que no solo no ha leído menos en papel, sino mucho más… Todo ello hace que se considere «con suerte por vivir en estos tiempos –y nosotros con él– que, indudablemente, traen como todos, ganancias y pérdidas, pero cuyo saldo neto, para mí –nos dice–, es claramente positivo». Habría que recordarle aquí a D. Gregorio que la auténtica brecha digital no se da entre jóvenes y viejos como se repite machacona y falsamente desde los medios, sino entre una minoría privilegiada de los que saben sacar partido de la tecnología porque tienen una sólida formación intelectual adquirida con esfuerzo y un equilibrio afectivo conquistado en un entorno familiar estable y enriquecedor…, y aquella otra mayoría que afronta la tecnología desde el desequilibrio emocional y la pobreza intelectual más absolutas. Se atribuye a Steve Jobs la frase de que «no es delante de una pantalla sino detrás donde se forja el cerebro –y el corazón, añadiría yo– capaz de utilizarla correctamente». La tecnología aumenta tanto la tontería como el talento. Un burro conectado a internet –dice Marina– es aún más burro porque entre otras cosas lo es delante de mucha más gente, de modo que el elogio de la red que hace D. Gregorio es, en realidad, un elogio a sí mismo y a su entorno educativo y familiar.
Y es que hubo una vez un sueño que se llamaba internet. Un internet educativo, estimulante, lleno de posibilidades insospechadas; un internet inteligente que une, enseña, te vincula con gente interesante, te informa, te saca de la zona de confort, genera puestos de trabajo para el futuro, descubre y potencia talentos… Pero también veinticinco años después, un internet distraído que llena la pantalla de notificaciones urgentes para atraer nuestra atención, nos impide concentrarnos en nuestra actividad y nos aísla del entorno inmediato y cercano; un internet adictivo que excita nuestras pulsiones emocionales y sensoriales para hacernos incapaces de escapar a la gratificación instantánea del “dame más” y “dámelo ya”; un internet que nos vigila y almacena la huella digital que dejamos con nuestros datos para poder “dirigir” mejor nuestras decisiones y vendernos al mejor postor; un internet que desinforma, un internet de fake news, de algoritmos que refuerzan nuestros prejuicios ofreciéndonos solo una cara de la realidad; un internet profundo que es la selva habitada por seres malignos dispuestos a seducir a víctimas ingenuas que piensan que todo el mundo es bueno.
La tecnología nos transforma, sí –dice Luri–. «todo lo que hacemos de alguna forma nos hace». Pero también nos puede deshacer. «Puestos a alterar mi cerebro, prefiero la pantalla al arado», insiste recordando que a sus 14 años estaba ya trabajando en el campo y olvidando, quizás, que aquella mano puesta en el arado fue la que evitó que su adolescencia le convirtiera en el adocenado nativo digital en el que se han convertido millones de chavales con el dedo puesto en las pantallas de sus smartphones.
«El hombre es un animal tecnológico. Lo era antes de internet y lo seguirá siendo con lo que venga después. ¿Y qué son las tecnologías, sino prótesis antropológicas que amplifican lo que ya somos?» O lo reducen, D. Gregorio. La mayoría de los dispositivos que han sido creados como sucedáneos de la comunicación, se convierten en un problema cuando acabamos prefiriéndolos al original al que sustituyen.
Aunque admite que hoy «si un niño de 10 años busca algo semejante por Internet, el alud de imágenes que le cae encima lo dejará sepultado por la sobreinformación más explícita», minimiza Luri el problema social de salud sexual y afectiva que ha creado la epidemia de la pornografía al compararla con la época de su adolescencia en la que «huroneaba por los diccionarios buscando las acepciones escabrosas de determinadas palabras». En efecto, hoy, los pornonativos digitales –esos sí que existen– se educan en la sexualidad con un alud pornográfico que distorsiona por completo su afectividad.
«Algo tendrá la pantalla – nos cuenta– que el jesuita Pedro de Montengón propuso en sus Frioleras eruditas y curiosas (1801) que, para endulzar el aprendizaje de las primeras letras se pusiera a los niños “en un cuarto a oscuras y presentarles en la pared un lienzo o papel con las letras o sílabas iluminadas, lo que se consigue poniendo una luz detrás del papel dado en aceite”.» Ya lo creo que algo tiene: como intuyó el jesuita, ese poder hipnótico que engancha y produce dependencia y esas interfaces perfectamente diseñadas –como dice Tristan Harris– por un ejército de ingenieros cuya única misión es conseguir que los usuarios estemos el máximo tiempo posible en sus plataformas.
Por fin, acierta al negar «rotundamente, que el conocimiento esté en internet. En internet lo que hay es un batiburrillo de informaciones polícromas en las que la verdad se mezcla con la mentira y el prejuicio, el rigor con la ocurrencia, la alabanza con el insulto, la ciencia con la pseudociencia, etc. Lo que tiene valor hoy no es la información en sí misma, sino la capacidad para convertirla en conocimiento. Para ello se necesitan, al menos, dos cosas: atención y conocimientos». Pero olvida que, precisamente, quizá la mayor de las catástrofes que han producido las pantallas en toda esa tropa generacional de los mal llamados nativos digitales es una profunda crisis de atención y, por tanto, de una enorme dificultad de acceso a la memoria y al conocimiento.
Las pantallas, los dispositivos, las redes, … son un problema social de primera magnitud como le corroborarán prácticamente todos los maestros y muchísimos padres con los que por su trabajo pueda estar en contacto, y la crítica que generan no son una manifestación de buen tono, sino la manifestación de una honda preocupación educativa que busca la manera de afrontarlas.
Referencias
Elogio a las redes y de los ojos de Aurora, Gregorio Luri en The Objetive
No es oro todo lo que reluce en las admirables cimas tecnológicas alcanzadas en nuestros días. Este artículo señala concretamente algunos de sus lados oscuros y sus consecuencias. Los aspectos positivos ya están reconocidos y no son perniciosos, por lo cual no es preciso ponderarlos, en cambio, es una tarea encomiable y necesaria identificar y señalar las facetas negativas del funcionamiento de las redes, para que toda la sociedad tome conciencia de que está jugando con fuego alegremente, y así, desde las Leyes Educativas hasta el Ordenamiento Jurídico, todos trabajen -trabajemos- para neutralizar consecuencias negativas, con el mismo susto y sentido de urgencia con que actuamos ante una patológica pandémica.
en el campo WEB no sé qué poner
No es necesario que lo rellenes. Gracias, José