El Mundo

«La realidad ha muerto, elija su propia realidad: por qué ya no entiendes nada de lo que pasa en el mundo»

Es el titular de un artículo de fondo que no tiene desperdicio firmado por Rodrigo Terrasa en El Mundo con el que me identifico plenamente al menos en su segunda parte. Yo tampoco entiendo nada de lo que sucede. Y ambos, lo mismo que usted, lector pertenecemos a la era conocida ampulosamente como “de la información” ¿Qué ha sucedido?

Nuestra comprensión del mundo se construye a través de mediadores que nos alcanzan –y a veces incluso explican– lo que por nuestra limitación espacio-temporal no logramos alcanzar. Vivimos nuestra realidad más próxima –nuestro yo, nuestra casa, nuestra familia y amigos, quizá parte de la geografía en la que habitamos…– recibiendo inputs a través de nuestros sentidos. Nuestro país, más extenso y complejo, se nos escapa. El mundo nos es inabarcable.

Los avances en los transportes han conseguido empequeñecer el espacio y el tiempo constituyendo un elemento básico para el conocimiento de realidades más lejanas. Orlando Figes, cuenta en Los Europeos el papel básico que jugó el ferrocarril para la construcción cultural de Europa en el siglo XIX. Las tecnologías de la comunicación han sido extensiones para llegar más lejos. El correo, el telégrafo, el teléfono hablado y escrito y las plataformas de comunicación on line han supuesto un enorme avance en las posibilidades de comunicación como sustitutos de la comunicación presencial. Sucedáneos que, a la vez que nos permiten superar barreras de espacio y tiempo, pueden ir acompañadas de un serio empobrecimiento relacional.

En cuanto a las comunicaciones mediadas, aquellas basadas en la palabra –la imprenta, es decir, el libro, los periódicos…– constituyeron una verdadera revolución formativa e informativa junto con la radio que,  rápida, eficaz, capaz de introducirse en todos los hogares y luego, con el transistor, en todos los bolsillos, nos dio la información y la compañía del entretenimiento. El hecho de que la palabra sea un elemento que tiene que descodificarse a través del lenguaje mediante una operación analítica compleja y activa del pensamiento por parte del receptor hace que este tenga que entender la información, reconstruir verbalmente la ficción o el suceso.

Y llegó la tele, en la que la visión de las imágenes iba a abrir una nueva ventana abierta al mundo, que nos mostraría la realidad, aún la más lejana, en vivo y en directo, pero que en su cualidad principal –la imagen– llevaba implícita su limitación y su deterioro: enseguida comprendimos que mostrar y ver no es lo mismo que explicar, entender y comprender, aunque el impacto emocional de las imágenes la convirtió rápidamente en la reina de los dispositivos electrónicos de comunicación tanto en consumo como en consecuencias.

Internet, sus buscadores, sus plataformas, aplicaciones y redes, en cuanto a vías de comunicación, han ampliado casi sin límites nuestra capacidad de acercarnos a realidades inaccesibles haciendo, en teoría, del mundo un patio de vecinos. Un patio en el que todo mundo habla, cuenta, grita y también miente. En la red mienten las palabras y mienten más, si cabe, las imágenes. Ideologías, activismos y emociones polarizan el diálogo y los algoritmos nos meten en burbujas aisladas. De ahí que la realidad se nos deforma y aleja y ya no sabemos a qué atenernos. Ya no entendemos nada.

«Cada uno de nosotros tiene su propia verdad, fabricada a medida, como si fuera nuestro avatar en las redes sociales, con su megáfono incorporado. Hoy todo es mentira y a la vez cualquier cosa, por inverosímil que nos resulte, puede ser real.», escribe Rodrigo Terrasa.

«La verdad se encuentra cuando los humanos crean instituciones epistémicas, que unan a los individuos imperfectos para cancelar los sesgos de confirmación de los demás. En los últimos cien años, las sociedades occidentales han creado instituciones muy sólidas: universidades, medios de comunicación profesionales y sistemas legales. Pero mi argumento es que las redes sociales han vuelto estas instituciones ‘estructuralmente estúpidas’. Las redes no han servido para conectarnos y comunicarnos, sino para actuar unos contra otros y ahora la gente tiene miedo de desafiar opiniones que quizás sólo defienda una minoría de personas, pero que se acaban imponiendo sólo por el daño social o de reputación que trae a los disidentes», dice Jonathan Haidt en Por qué los últimos 10 años de la vida estadounidense han sido excepcionalmente estúpidos.

«El nocivo mercado de la atención en el salvaje Oeste de internet, la progresiva radicalización de los discursos en línea y su rentable viralidad, los megusta y los retuits, la búsqueda desesperada de followers, la impunidad de los discursos de odio, la cultura del ofendidito, la emocracia (con emo de emociones), la creciente polarización, la política del zasca y la profundidad intelectual que otorgan apenas 280 caracteres han ido socavando las democracias», afirma el articulista.

«Si todo es igualmente increíble, todo es entonces igualmente creíble. Cada uno elige su propia versión increíble de la realidad y la reivindica en grupúsculos y nichos en la red. Se ha producido algo así como una destitución tecnológica de la realidad común», diagnostica el filósofo Santiago Alba Rico, que afirma también: «las imágenes han sustituido por completo a las fuentes verbales del consenso público». Y señala un riesgo: «En el marco de la desdemocratización mundial que comienza a principios de la pasada década, los negacionismos de nicho y las conspiranoias identitarias han dejado fuera la posibilidad de construir un contrato social compartido y democrático. No se puede despreciar el impulso de ese negacionismo, resultado de la disolución de los vínculos colectivos e indicativo de la erosión de nuestras instituciones públicas, pero por eso mismo su eficacia constituye una amenaza para las frágiles democracias que aún sobreviven. Marcan el paso de la erosión al derrumbe».

«En el pasado, los creyentes en una teoría oscura como el terraplanismo habrían tenido problemas para encontrar otros fieles, pero hoy en día, los grupos terraplanistas son fáciles de encontrar en comunidades de Facebook, que retroalimentan y fortalecen esas creencias», explica Kelly Weill, reportera de The Daily Beast y autora de Off the edge (Se podría traducir como Más allá del límite). «Las redes sociales permiten que estas comunidades de conspiraciones se comuniquen entre sí y recluten nuevos miembros», dice.

«La realidad ha muerto, así que puede usted fabricarse una nueva», Termina el articulista.

Referencias

Artículo completo de Rodrigo Terrasa en El Mundo