Uno de los primeros post del blog de Pedro Mendigutxia, que acaba de instalarse por derecho propio entre mis medioambientes favoritos con el precioso nombre de «Pasion y compasión, educar», trae a colación un artículo de Emma Riverola titulado «La hipermnesia y Facebook». Es de 2009, pero ya sabéis que a mí eso de andar a la última me la trae al pairo y que para reflexionar vale lo mismo 600 a. de C. que antesdeayer. Es pensamiento y del bueno.

Sin embargo el tiempo y la actualidad aquí sí tienen relevancia y tras leerlo, podríamos preguntarnos si lo reflexionado por la escritora tiene el mismo valor 1460 días después de haber sido escrito. De cuatro años para acá, Facebook ha crecido en millones de usuarios, ha acogido millones de fotografías más y millones más de «megustas» (de «nomegustas» no, porque no deja). Se ha convertido en un valor en bolsa, con fiasco incluido. Yo diría que ya no está en un primer plano de la actualidad: a la actualidad todo le acaba cansando. Y ahí sigue, ahí seguimos, acumulando datos personales, acumulando memoria, renunciando al olvido o, mejor, olvidándonos de que renunciamos a él, chorreando extimidad y privacidad a raudales, haciendo autobiografía como en Amsterdam algunas hacen la calle: en los escaparates; pero también creando, compartiendo, conectando, enriqueciendo.

Quizá 1460 días no sean suficientes y haya que esperar unos cuantos más para juzgar con perspectiva el valor y las consecuencias de esa mochila que vamos llenando y cargando en nuestras espaldas sin saberlo.

Podría buscar el artículo y poneros el enlace, pero me gusta que el blog sea también un depósito de materiales que vayan haciendo casa, así que copio, pego y corto. Interesante, de verdad. Y, si el otro día aprendimos el interesante concepto de iatrogenia, hoy aprenderemos qué cosa es la hipermnesia.

Tribuna: Emma Riverola, «La hipermnesia y Facebook», El País, 04/10/2009

«Sólo tres o cuatro personas en el mundo padecen un extraño y cruel trastorno de la memoria, la hipermnesia […] el insólito síndrome que provoca el recuerdo autobiográfico perfecto. Es decir, la capacidad de retener todos los detalles de una vida. Y ese «todos» es lo que convierte a esta enfermedad en un tormento. Nada se borra. Nada se olvida. Se conservan todas las imágenes. Todas las palabras. Todas las emociones. Todos los regalos de cumpleaños. Todos los importes de todas las compras de toda una vida. Los momentos felices y los dolorosos. Lo sublime y la anécdota más estúpida. Para las personas afectadas, el pasado se torna una mochila cada vez más pesada. Un lastre obsesivo que les impide encarar libremente el futuro.

Por fortuna, las posibilidades de sufrir este síndrome son irrisorias. Sin embargo, millones de personas en todo el mundo vivimos expuestas a quedar noqueadas por un directo del pasado en el momento más inesperado. A vernos sorprendidas por la resurrección de aquel episodio que la memoria había tenido el acierto de encerrar en el baúl de los recuerdos y tirar la llave al mar. […] Asidos al teclado, nos sumergimos en un túnel del tiempo capaz de conducirnos al paraíso de la nostalgia o al infierno de unas heridas que ya creíamos cicatrizadas.

[…] La futura profesora de instituto, física nuclear o ejecutiva empresarial tendrá que aprender a convivir con sus imágenes adolescentes de ahora. Ésas en las que posa en bikini frente a un espejo, con los labios entreabiertos y los ojos entornados, en una burda imitación de las provocativas divinidades de moda.

La vida es evolución. Todos tenemos derecho a cambiar, a contradecirnos, a realizar cuantos viajes ideológicos nos plazca y a defender, en cada momento, nuestro modo de pensar y actuar. La diferencia es que esa evolución, hasta ahora, era un periplo interior. Un trayecto que, a veces, compartíamos con otras personas. Compañeros de aventuras que el azar de la travesía obligaba a despedir en diferentes estaciones, en función del destino elegido por cada cual.

Ahora, Facebook, Twitter, Tuenti y otras redes sociales están convirtiendo el desarrollo personal en un crucero de masas. Los jóvenes crecen en la red, comparten cada minuto de su evolución y de su intimidad. […] el virus del exhibicionismo de los reality shows ha penetrado en nuestra conducta social.

Hay una necesidad, una obligación de ser visibles. Somos la imagen que se refleja en los ojos de los demás. Y en esa obsesión por compartir la existencia se esconde un modo de reafirmar la identidad, de reclamar un lugar en el grupo y de lanzar al aire un ¡aquí estoy yo!, ¡contad conmigo!

El anonimato produce terror, del mismo modo que asusta la soledad. Las redes sociales son el espantajo que aleja el fantasma de la exclusión, el rincón de las voces que rompen el silencio y la tristeza. Frente a la pantalla del ordenador puedes sentir que formas parte de un grupo, que tienes un lugar donde volcar las emociones, donde compartir tu tiempo.

Pero la soledad también es una fuente de riqueza en nuestras vidas. En ella se encuentra el germen del pensamiento, del arte, de nuestra propia identidad. En un mundo permanentemente conectado, los espacios de aislamiento se reducen hasta convertirse en preciadas perlas exóticas. Entonces, surge la duda. La incertidumbre de saber si la generación que está creciendo bajo el abrazo continuo de las redes sociales sabrá estar sola. Si al no haber recibido la dosis habitual de soledad adolescente, no resultará más vulnerable al sombrío y temible ataque del gregarismo.

Ni George Orwell pudo predecir las horas de diversión que produciría la renuncia a la vida privada. La alegría con que nos convertiríamos en una sociedad que se observa a sí misma. Con una sonrisa inocente y, sin ensuciarnos las manos, actuamos como un detective privado ante un cubo de basura, rebuscando el rastro de un nuevo empleado, de un amante o de un amigo. Sin una sombra de culpa o arrepentimiento. Todo vale, ya que hay consentimiento de por medio.

En este beneplácito es donde radica nuestra única capacidad de control. Aunque no deja de producir cierta inquietud saber que la memoria de Facebook es ilimitada. Y que en su cerebro se hallarán almacenados, por siempre, las imágenes, las palabras y las emociones de nuestra vida. Incluso cuando ésta ya sólo pertenezca al pasado.»

Emma Riverola es creativa publicitaria y novelista, autora de Cartas desde la ausencia.

Referencia:

«Pasion y compasión, educar»