Ante el ruido mediático, hemos meditado a menudo en el blog sobre la necesidad y riqueza del silencio. Un silencio del que sacar como de un pozo de agua en medio del desierto. Un silencio que construye porque supera al ruido en profundidad y en densidad. Un silencio que está dentro de nosotros, en el que somos y en el que nos descubrimos.
Pero hay otros silencios .
Está el silencio mordaza, el silencio impuesto no por la censura, sino por el peso blando de lo políticamente correcto. Es la violencia de las mayorías que condena, clasifica y aísla. Es la masa pastosa de los sobreentendidos que reducen la comunicación a hablar del tiempo.
Existe el silencio, también, de la impotencia, del cansancio ante la avalancha del ruido, del slogan, del pensamiento rápido, de la superficialidad, de la irracionalidad continuada, del oído que escucha la misma mentira mil veces repetida. El silencio ante la fuerza de las imágenes que se imponen en el imaginario colectivo sin pasar por el filtro y el dominio del pensamiento y de la libertad.
Hay un silencio sutil y desconcertante que nace del sentimiento profundamente humano de confiar en la voz de otro hombre. Un sentimiento que los timadores y el márquetin -¿no son la misma cosa?- conocen bien. Ese silencio que nos lleva, por ejemplo, a intentar dialogar con la patada en la oreja que supone escuchar a ese desconocido que pisotea sin miramientos nuestra intimidad a través del teléfono para vendernos algo. Escuchamos porque oímos en el otro una voz personal sin darnos cuenta de que para esa voz no somos sino un número anónimo convertido en objetivo comercial. Del mismo modo miramos muchas veces los rostros de la pantalla creyendo que son personas y no máscaras.
Existe el silencio cortés de la buena educación que te lleva a no responder con grito al grito.
Y hay también el silencio de la tibieza, de la pereza, del abandono, de la indiferencia.
Probablemente el nuestro sea un silencio compuesto de todos los silencios: el del aislamiento ante las mayorías, el de la impotencia ante la marea del ruido, el de la ingenua mirada de un hombre ante otro hombre, el de la cordialidad, el de la comodidad y el de la somnolencia… Pero es un silencio que no cesa y que al callar, otorga y justifica y se hace cómplice y por tanto es un silencio culpable.
Hay quien dice que las audiencias hablan a través de su mirada. Que los mirómetros ―que no audímetros― hablan por ellas. Sin embargo, yo creo que las audiencias callan. Y que no hay ruido mayor que ese silencio. Porque, como dijo, Martin Luther King, «No me preocupa el grito de los violentos, de los corruptos, de los deshonestos, de los sin ética. Lo que más me preocupa es el silencio de los buenos». Es el silencio de las audiencias. Es el silencio de los corderos.
Miren las pantallas, no las consuman o serán consumidos por ellas.
Probablemente nuestro silencio está compuesto de muchos silencios. No todos son cómplices o corteses. Hay algunos que devuelven a la persona la diginidad que otros le han quitado. Hay cosas que sólo se explican con un silencio.