Acabo de leer la novela que da título a esta entrada. En ella,  Michel Houellebecq   hace un retrato descarnado del medioambiente simbólico contemporáneo, caracterizado por un nihilismo materialista en el que unos personajes a los que les gustaría ser personas sin conseguirlo, navegan y flotan sin identidad y sin sentido por el territorio vital como si fueran uno más de los muchos objetos que lo pueblan y con la única ayuda de la referencia mediática y simbólica del mapa del mercantilismo y del consumo en el que tanto tienes, tanto gastas, tanto vales.
 
 

En ese tedio del vacío lleno de objetos, el pintor Jed Martin y, en una divertida y trágica pirueta, el propio novelista convertido en personaje tratan de encontrarse a sí mismos y a los demás sin conseguir tener nunca una experiencia de comunicación que se pueda calificar de verdaderamente humana; el resto de sombras con las que se cruzan apenas si logran rozar su epidermis sin penetrar en su interior; el arte no es sino un mecanismo de proyección intelectual dominado caprichosamente por el mercado; el amor, una experiencia biológica sin proyección ni trascendencia; la misma muerte un absurdo ilógico y caprichoso; la vida, un territorio en el que nunca se consigue penetrar, salvo por la aproximación simbólica de los mapas que lo sustituyen.

 

«Un gran cartel obstruía la entrada de la sala, dejando al lado aberturas de dos metros donde Jed había colocado juntas una foto satélite […] y la ampliación de un mapa Michelin “Departamentos” de la misma zona. […] Encima de las dos ampliaciones, en letras mayúsculas negras, estaba el título de la exposición: “EL MAPA ES MÁS INTERESANTE QUE EL TERRITORIO”». (P. 72).

 

Así es: el hombre posmoderno, incapaz de vivir la vida, la busca en el sucedáneo de las copias creadas por el mismo para representarla. Y le interesa más. Es lo que hay.