En ese tedio del vacío lleno de objetos, el pintor Jed Martin y, en una divertida y trágica pirueta, el propio novelista convertido en personaje tratan de encontrarse a sí mismos y a los demás sin conseguir tener nunca una experiencia de comunicación que se pueda calificar de verdaderamente humana; el resto de sombras con las que se cruzan apenas si logran rozar su epidermis sin penetrar en su interior; el arte no es sino un mecanismo de proyección intelectual dominado caprichosamente por el mercado; el amor, una experiencia biológica sin proyección ni trascendencia; la misma muerte un absurdo ilógico y caprichoso; la vida, un territorio en el que nunca se consigue penetrar, salvo por la aproximación simbólica de los mapas que lo sustituyen.
«Un gran cartel obstruía la entrada de la sala, dejando al lado aberturas de dos metros donde Jed había colocado juntas una foto satélite […] y la ampliación de un mapa Michelin “Departamentos” de la misma zona. […] Encima de las dos ampliaciones, en letras mayúsculas negras, estaba el título de la exposición: “EL MAPA ES MÁS INTERESANTE QUE EL TERRITORIO”». (P. 72).
Así es: el hombre posmoderno, incapaz de vivir la vida, la busca en el sucedáneo de las copias creadas por el mismo para representarla. Y le interesa más. Es lo que hay.