Hoy vivimos, nos movemos y somos en el consumo. Lo hemos dicho aquí muchas veces: la posmodernidad, el relativismo, la licuefacción de la sociedad, el pensamiento débil, están estrechamente vinculados a que hoy todo es economía, todo es consumo. El consumo legitima la política (si quieres perder unas elecciones promete bajar los niveles de consumo…), la cultura (índices de audiencia, tiradas, prime times…), la economía ( producir, comprar, usar, tirar), el concepto de éxito social… Estamos impregnados de consumo. Lo natural es consumir, salir y tomar algo y comprarse alguna cosilla. Todos los rituales sociales o religiosos (Navidad, bodas,…) están mediatizados por el consumo. Hasta la misma muerte con sus variedades de ataúdes y flores.
Al neoliberalismo no le preocupa porque cree que en una economía libre ajustada a la oferta y la demanda, el consumidor también es libre y responsable, pero olvida que la oferta no atiende la demanda en general, sino sólo la demanda solvente, es decir, la de aquellos que pueden pagar lo que demandan, y es muy ingenuo al considerar el acto de consumo como libre sin tener en cuenta los factores inconscientes y los condicionantes externos como los estímulos al consumo por parte de la publicidad y el marketing.

En el lado opuesto, la corriente encabezada por Galbraith señala que la gente no es libre en absoluto, sino que el productor crea la necesidad a través de la publicidad, crea el hábito de consumo, genera un carácter consumista, una insatisfacción permanente que no se sacie nunca, para poder producir constantemente más y con fecha de caducidad para que los productos envejezcan física y mentalmente y deban ser sustituidos por otros (obsolescencia programada). Esta visión crítica y lúcida olvida también que una cosa es el condicionamiento y otra la determinación: a pesar de todo, mantenemos nuestra capacidad de decisión y de juicio para identificar los mecanismos que crean la inclinación al consumo y poder así desactivarlos.

Quizá haya una tercera vía que aproveche lo que de bueno tienen las otras dos: el consumo como activismo. La posición central del consumo en nuestras economías nos ha dado a los consumidores un gran poder para controlar el mercado. Sin ser demasiado optimistas en cuanto a una posible unidad de los consumidores, sí es cierto que saber lo que compramos, por qué lo compramos, qué o quién hay detrás de lo que compramos, nos convierte en consumidores más conscientes y más activos que nos podrían llevar a acciones y actitudes concretas como:

La práctica del comercio justo directo a través de Intermon-Oxfam, por ejemplo.

Desmarcarnos de las marcas. La marca hoy supone el 75% del valor de una empresa. Y la marca es un valor intangible que depende del prestigio ante los consumidores. Evitar las marcas en lo posible, colaborar con su prestigio o desprestigio según su actuación ética, dejar de consumir aquellas marcas tras las que se esconde la injusticia en la producción son tres modos de desmarcarnos.

Recibir críticamente la publicidad y rechazar aquellos productos que utilizan una publicidad degradante.

Reducir y controlar el ir de compras como puro divertimento (frente al « ir a la compra» como obligación).

Evitar la Gran Superficie como actividad de ocio.

Es necesario que seamos usuarios, ciudadanos libres, personas, en vez de simples consumidores. Usar las cosas en lugar de consumirlas. Cuando las consumimos acabamos siendo utilizados, manipulados y consumidos por ellas. Y en cuanto usuarios de pantallas, también nos toca apuntarnos a este consumo activista que aquí se dibuja.

Vid.: Adela CORTINA e Ignasi CARRERAS, Consumo…luego existo, Barcelona, Cristianisme i Justícia,31, NOTAS Cuaderno nº 123. Http://www.fespinal.com/espinal/llib/es123.pdf